lunes, 19 de agosto de 2024

Los libros del verano

Los libros leídos en lo más alto del verano se diferencian del resto en sus cicatrices post mortem. Las últimas hojas (arrugadas, grasientas, gruesas) pesan. Casi se empujan. Luego caen a peso plomo. Son libros golfos de puro manoseo, de poco cuidar y demasiado viajar. A la playa y a la montaña. En coche y en autobús. Vuelan. Pasan frío y pasan calor. Sed. Y hambre. También sufren empachos. Incluso borracheras. Los libros leídos en lo más alto del verano tienen una vida corta pero muy vivida. Les admiro. A la muerte siempre es mejor llegar con las entrañas repletas de heridas que con una piel pulcra e inmaculada.

Estas vacaciones he leído tres y, con dos, he sufrido desengaños terribles. El primero fue Los Incomprendidos de Pedro Simón. Los periodistas pocas o ninguna vez escriben bien novela. Son (somos) aspirantes a autores; juntaletras de garrafón capaces de sumar 300 hojas (malas) para que el pueblo ignorante, que solo les conoce como largones de tertulias, les adule. Le pasó al primer Reverte y a Simón también. Los Incomprendidos cuenta una historia melancólica, que quiere ser realista pero no lo consigue. Todo resulta profundamente simplón, con un final sabido desde la misma dedicatoria en la solapa. Fueron felices y comieron perdices (o parecido). Leer y olvidar, nada más.

Luego leí las 541 páginas que le quitaron el maquillaje a Carmen Mola. La Bestia, el Premio Planeta de 2021 escrito a tres manos, describe la Madrid encolerizada de mediados del siglo XIX, bien documentada y decorada, pero que solo envuelve una historia rocambolesca. La trama parece traída de los tiempos febriles del Código Da Vinci, cuando los malos mataban con túnica y los buenos tenían más vidas que un gato negro para descifrar enigmas milenarios. Y entre todo ese trajín, un puñado grande de personajes desvencijados y descoordinados que aparecen y desaparecen como bolitas de trilero hasta llegar a otro final. Como dicen ahora los adolescentes, obvio. Los tres ganaron mucho dinero y más foco, pero no mi aplauso.

Y también he leído Mira esa chica. Los valientes escriben en presente y Cristina Araújo lo hace. Lo es. El lector conoce las historias a la vez que el narrador (o casi) y, en un tema tan manido como la violencia machista, consigue alcanzar un lugar y una perspectiva casi desconocida, la de la duda. Mira esa chica provoca la duda, una más. Y quien duda es que no tiene dudas. Sin duda, Mira esa chica es un buen libro.

          Yo he leído lo que me ha apetecido y no he escrito ni la lista de la compra. Nada. Acabé tan cansado de los dictados que decidí esconder el ordenador, tirar la llave al mar y olvidar. Me dediqué a leer estos libros, convivir, mirar a Jon y contar nubes, sabedor de que, en septiembre, la nevera continuaría llena. Admiro a los escritores. Admiro su tesón y su valentía para superar el rugido de las tripas y la cuenta (casi) vacía, sin más rubor que el boli rojo corrector. 

        Los ingresos de un bestseller (sin el parné del Premio Planeta) apenas llegan para pagar cuatro compras de Hacendado y, a pesar de esa pobreza manifiesta, ellos persisten. Lo vuelven a intentar. Los escritores (los de verdad) son los artistas del hambre, de mucho verbo y nevera tiritona. Y yo, con un hijo y pocas ganas de complicaciones, prefiero echarle un buen chorretón de aceite de oliva a la verdura antes que intentar hervir piropos y reseñas de ignorantes en agua fría. Querido, de los halagos y las buenas palabras no se come.

  

lunes, 4 de diciembre de 2023

Lo escrito

Escribir es la mejor forma de evadir las miserias sin recurrir al vicio. Escribir y que el aludido lo lea, sólo es comparable con coger una pistola, disparar y matar. Sin ruido pero con mortaja y plañideras. El grito zafio lo endulza el tiempo hasta evaporarlo pero el papel no. El papel, o lo quemas o lo sufres. A tinta y sangre.

Provoca más dolor una nota en la nevera o un guasap durante el desayuno que una bronca entre vidrios. Hubo manuscritos que provocaron amores. Otras divorcios. Papelitos declararon enemistades eternas, matanzas y guerras. Y también salvaron vidas.

Quiero decir que lo importante en el mundo queda escrito y se aprende de lo escrito para que conste entre quienes lo habitan y los que vendrán. Esto lo saben, sobre todo, los nacionalismos: “Dame treinta años de libros de texto y cambio la historia como me plazca”. Los dieron. Ahora lo nuevo es la verdad y lo bueno, sencillamente, lo han olvidado.

Y dicho todo esto, la realidad es que, a pesar de esa importancia vital, el españolito escribe poco y lee menos. Prefiere fanfarronear con palabrería inflamada y la música alta. Prefiere chillar soflamas y cambiar de opinión cuando place. Prefiere llenar todo de ruido aunque, al rato, de las promesas no quede ni rastro. Porque escribir requiere un esfuerzo mental y físico y eso, en una sociedad cada minuto más infantilizada y vaga, cuesta y mucho.

Los cincuenta son los nuevos treinta y los cuarenta, los nuevos veinte. Demasiados cuarentones (no todos, no se me ofendan) trabajan, cobran, conversan, viajan, ligan y, lo peor, piensan como veinteañeros. Huyen de cualquier compromiso que amenace un milímetro su rutina adolescente. La paz en el mundo merece una manifestación y mil sentencias por las redes, pero limitar los sábados de vermú y lo que surja, eso significa una quebranto de la libertad más primaria.

Todo da pereza. Todo. Mientras sirvan gambas casi gratis en la trinchera, seguiremos sesteando. Cuando solo queden patatas, la turba se indignará y querrá trincar de quien las conserve hasta congeladas. Le llamarán capitalista. Miserable. Rata inmunda. Insolidario. Saldrá en manifestación y, después, las querrá robar en nombre de la igualdad y la concordia. Y jamás reconocerá que, cuando uno agachaba el lomo, el otro sólo ponía el cazo.

La verborrea divide al mundo en dos. Los buenos y los malos. Los ricos y la gente. Los explotadores y los trabajadores. Los que sean contra lo que sea. Y yo pienso que tanto limar la sociedad en dos mitades, pronto todo quedará partido pero de verdad. Una pequeña clase preparada, trabajadora y tremendamente rica y una enorme turba que vivirá con muletas cuando sus padres y sus abuelos corrieron como galgos.

Lo del esfuerzo y el trabajo lo escribieron a fuego aquellos abuelos en la mente de sus hijos y nietos. Pero, claro, aquí ya no lee ni el tato.

viernes, 5 de mayo de 2023

Media vida

 

De todo lo que nos ha ocurrido, parece que ha pasado media vida. Porque todo ha pasado demasiado rápido. Pasa y, de repente, pasó. Un desayuno y cenamos. El verde está en rojo y luego en verde. Y en rojo. También pasa un paseo (de domingo), la cafetería y su café, la galletita de cortesía, el tintineo de la cucharilla, el trago y otro trago, la conversación y lo que surja después. Quizá, un abrazo o un beso. Llega la despedida. Y siempre adiós.

Los menos echan de menos parar. Un respiro, aunque lo provoque un atasco impertinente. Quizá los cláxones engullan de forma compulsiva el ruido exterior y aparezca el momento íntimo en el que todo se detiene. Las miserias patrias, las laborales y las domésticas quedan congeladas y surge lo amable. Fuera, dentro y más adentro.

Los abuelos eran sabios. Ellos sabían detener la vida y lo hacían. Julio o agosto sucedían lentos, casi cansinos. La yaya se sentaba en la hamaca despacio. El niño se remojaba en la piscina temeroso. Y el abuelo mataba moscas con saña. El lunes y también el domingo. Se acostaban temprano, sesteaban y no madrugaban. La mente, poco a poco, lograba vaciar cada verbo mal conjugado y cada sustantivo faltón hasta no quedar ni letra. Nada. Y en septiembre, todo olía a nuevo.

Pero nosotros no. Cuando toca mirar al cielo y contar nubes, viajamos para ver mil sitios sin observar ni uno solo de los mil lugares. El puente y el museo. Mira. La catedral y el acantilado. Corre. Y la tienda. Más. Y la Iglesia. Y el farol. Sube. Y el rincón. Venga. Foto. El pub. Bebe y come. Más. La hamburguesa, y el cordero y el codillo. Qué rica. Más. Más. Otra foto. Esta para Instagram.

Los ojos se quedan ciegos de tantos flashes y pulgares azules arriba. De tantos comentarios ruidosos e insípidos. La lengua los suelta sin orden y el saco de la memoria se llena de basura inútil. Pero eso no lo sabes hasta después. Hasta que estás rodeado pero solo, lo confundes todo y recuerdas nada. Hasta que lo único que ilumina aquellos viajes caros es la luz del teléfono móvil.

Él y ella. Ellos. Y ellas. Todos creen vivir tan pegados que casi empañan sus retinas con el aliento. Ignorantes. No saben que entre pantallas hay demasiada distancia. Casi media vida.






viernes, 25 de noviembre de 2022

La cultura de la cancelación

Los versos envejecen mejor que la piel. Vi a Joaquín Sabina contar unas cuantas anécdotas tibias por televisión. Le adularon y él se dejó adular como los más grandes en el partido de homenaje. Tieso como la mojama, dio pena. Pero mucha. Después cantó. O más que cantar, recitó algunas de sus nuevas letras. Eran frases cortas y directas, a las retinas y al corazón. Y ese genio, ya con la sonrisa estirada, casi chiclosa, sonó como nunca. Y como siempre.

            Sabina confiesa que bebió y bebe. Que consumió cocaína, fumó hachís y durmió entre hielos desparramados. Que fue un golfo, vaya. El golfo que compuso Princesa. Y también Peces de Ciudad. Y Tan Joven y tan Viejo. Detrás de un talento maravilloso había (y hay) una personalidad desconocida y, en ocasiones, censurable. Les ocurre a muchos. A los misóginos Picasso o Neruda, quienes pintaron, escribieron y maltrataron. O a John Lennon. O a Plácido Domingo. O al ínclito Bosé. O a mil más.

            Mezclar Imagine y el Gernika con los tachones de otro cuadernillo, por muy gruesos que sean, resulta delirante. Y eso lo aprendieron los abuelos. Hubo un tiempo en el que el pueblo era capaz de diferenciar en un mismo cuadro, las pinceladas excelentes de los brochazos detestables. Retenía la belleza y criticaba lo malo con naturalidad y madurez. Incluso con inconsciencia. Pero ahora, ya no.

            Hoy, los jueces de la moral censuran sin pudor la vida, la obra y el envoltorio como un cuerpo único e indivisible. Si el todo entra dentro de sus parámetros de belleza se convierte en un genio, si no, en el mismo diablo. O en un comunista. O en un fascista. No dan validez al talento si el lote completo no encaja dentro de las reglas mesiánicas que ellos y sólo ellos escribieron encerrados entre cuatro paredes. Y esa sandez casi sectaria, tiene sus consecuencias. 

            Provoca que los extremistas del otro lado (que los hay y demasiados) incluyan bajo el grito de 'libertad' todas sus creencias y ocurrencias, incluidos auténticos delitos de odio recuperados de lo más oscuro del estercolero. Los unos y los otros echan vísceras al muladar, el pueblo hambriento las muerde, y ellos, desde el palco, brindan con copas de cristal de Murano mientras todos se devoran.

            La sociedad camina hacia el revisionismo justiciero y esclavo. También el de piel fina. Contaba un cultureta que en una ciudad de la costa habían fundado la Plaza de la Música porque, quizá, no se atrevían a colocar el nombre de un solista luminoso al que los revisionistas, dentro de un tiempo, cuestionasen sus apellidos y, de paso, pusiesen en peligro un puñado de votos. La bondad insípida como única solución. Y de buenos, parecen desmemoriados. Y de desmemoriados, tontos.

            Lo escuché no hace mucho: de tanto utilizar la cultura como sujeto político, nos olvidamos de leer, de disfrutar y, sobre todo, de aprender con ella. Escucho La Canción más hermosa del mundoLas autopsias, que las haga un forense.

 

miércoles, 26 de octubre de 2022

La terapia del olvido

 

No soy Stephen King pero también tengo un lugar en el que apuntar mis ideas. La lista de la compra y las tareas diarias las anoto en hojas viejas. También en sobres usados, como hacía mi abuela. Lo otro, en un ordenador portátil ligero y limpio. Aquí puedo escribir sin tachones, y eso, para quien tartamudea en cada línea, supone un ahorro de tinta justo y necesario.

            Lo escribo todo porque lo olvidamos casi todo. Lo ocurrido hoy nadie lo recordará mañana; ni el triunfo de los buenos ni las mentiras de los rufianes. La desmemoria mezcla lo mejor (que lo hay y mucho) con la casquería y, al final, el guiso sabe tibio. Pasa los lunes y también los domingos porque la mediocridad no conoce de calendarios ni fiestas de guardar. Los guapos sirven y, demasiados, si colocan pan (sobre la mesa) y circo (en la pantalla), tragan y cagan.

            No culpo. Lo hacemos para sobrevivir. Para respirar.

            Por ejemplo, desde hace un tiempo, un puñado no mastican ternera ni magdalenas y a otro, de repente, les gusta más la sopa de sobre que la merluza fresca. Lo dicen con frío en su estómago pero calor en su verbo. Con firmeza y seguridad. Les entiendo y, creo, ellos a mí. Pensar cada minuto que cada minuto somos una miga más pobres, hurgaría nuestro ego hasta el tuétano. Y por ahí no. Por ese camino no, que para algo nos califican de carrerilla como "la clase media y trabajadora de este país".

            Por higiene mental, necesitamos presumir de lo dulce y girar el rostro frente a las miserias patrias. Y si alguien las denuncia, vocear palabras gruesas para que se achante y, de paso, nadie escuche el tintineo de los cobres en el monedero.

            Dijo Felipe que la verdad no tiene porque ser verdad, sencillamente debe creerlo la mayoría. Un loco predica que la tierra es plana, que ha visto a Elvis mover las caderas y a Jesús Gil en una piscina. Y si el argumentario pueril y ruidoso que lo avala penetra en la manada, se convierte en realidad empírica.

            La solución entiendo está en las aulas. Y también en casa. En la educación con la que derecha e izquierda mercadean como especias persas. La letra T de la Real Academia de la Lengua afirma que todos debemos contar con las mismas oportunidades, por descontado. Pero después, no podemos tener el mismo trato. Al genio de las artes le daría un pincel, de inmediato. Al de las matemáticas, una calculadora. Al desorientado, una brújula. Y al vago, un incentivo corrector. Y cada uno, con esa ayuda o una aguja en el culo, encontrar su propio camino. De no hacerlo, el necio crece siendo un necio para siempre y el currito se desmotiva y deja de ser currito. Y ni unos ni otros huelen bien.

        Lo guardo aquí, como Stephen King anota sus ideas terroríficas en un cuadernillo de espiral. Él las convierte en best sellers y yo me daré por satisfecho si mañana no las olvido.

lunes, 19 de septiembre de 2022

Salud

 

El mesón amaneció con palomas decapitadas. Las plumas, todavía húmedas, servían de felpudo en el comedor de la vieja. Sus manos despreocupadas preparaban con mimo el almuerzo. Plato único, además de pan y agua sobre mantel de hilo.

Las pisó un solterón. Con cincuenta y cuatro junios y sin labor, raciona los cobres como si fueran oros. En su caldo ya no quedan tropezones y sí un futuro gris oscuro, casi negro.

También las pisoteó una gallinita adolescente, imbuida en su pantalla. El amor de su vida le había escrito un guasap; lo de conversar lo dejan para más adelante.

La mamá, el papá y los niños tampoco las vieron, quizá porque sufren de ceguera selectiva. El señorón, con buen salario y mejor verbo, acude los primeros jueves de mes a lo más blando de una pensión. Allí un jovencito musculoso le abre los ojos cuando la familia feliz no mira.

El último comensal chafó las plumas con las suelas pero de sus pies descalzos. Las olas le arrastraron casi desnudo desde muy al sur. Aquí solo ha encontrado una manta con la que malcomer y, después, abrigar las entrañas.

La vieja colocó la olla sobre la mesa y, sin distinción ninguna, todos la devoraron con ansia. Cucharadas y bocados. Masticar, digerir y deglutir. Hasta los sesos. Cuando marcharon saciados, la vieja recogió los platos y, después, rescató las plumas. Bien condimentadas, no tendrían peor gusto que las cabezas. Las tripas tragan con todo.

viernes, 4 de marzo de 2022

Modelo de manos

Los modelos de manos no necesitamos sonreír para ser bellos. Nos cuidamos las yemas y limamos las uñas de forma primorosa. Las lucimos y si nos apetece, las hacemos bailar. Critican, apuntan, señalan y aciertan. También se equivocan, pero menos. Mis manos felices seguro, besan bien. 

Pero un día llegó el invierno. El frío. Los días cortos y las noches sin luna. Los inútiles barritaron muy fuerte, y los modelos de manos, reconozco que cobardones, nos parapetamos bajo unos guantes gruesos. Esa trinchera lanuda evitaba que cualquier bocado de casquería nos ensuciara la piel. La vida resultó cómoda.

Desde allí vimos a truhanes y nos callamos. A tramposos, trileros y versos sueltos, y volvimos a callar. Todavía recuerdo la historia de un sesentón curioso. Cada jueves pasado el mediodía, entra en una pensión de sábanas blancas y conciencias tibias, junto a dos muchachotes de barbita fina. Luego, sonriente, vuelve a su hogar feliz con esposa, hijos, jardín y perrito.

Le vi una o mil veces, no recuerdo bien. Sí que callé en todas. En otro tiempo quizá le hubiera abofeteado con la palma abierta o apuntado con el dedo índice o acariciado la barbilla con mimo, pero callé. Con las manos en los bolsillos se vive estupendamente. 

Ocurrió con aquel bigotudo y con más. Con un bicho casi eterno, la invasión de un tirano, mil gobernadores del lejano oriente y del pueblecito de al lado o la basura del vecino sacada antes de las ocho. Callé y callamos ante cada tropelía porque a todos nos gusta dormir prontito aunque para conciliar el sueño, bajemos la persiana. 

Pero cuando más calentito estaba en mi atalaya, la vida me ha invitado a tomar un café. Negro. Denso. Aromático. Duro.

Algunos alzaron la tacita con un anillo en París, otros durante una cena frugal y unos pocos sobre el colchón correcto. A mí me lo han servido en un paritorio. Pesa seis kilos, se llama Jon y jamás pienso volver a vestir guantes.