Los libros leídos en lo más alto
del verano se diferencian del resto en sus cicatrices post mortem. Las últimas
hojas (arrugadas, grasientas, gruesas) pesan. Casi se empujan. Luego caen a
peso plomo. Son libros golfos de puro manoseo, de poco cuidar y demasiado
viajar. A la playa y a la montaña. En coche y en autobús. Vuelan. Pasan
frío y pasan calor. Sed. Y hambre. También sufren empachos. Incluso borracheras.
Los libros leídos en lo más alto del verano tienen una vida corta pero muy
vivida. Les admiro. A la muerte siempre es mejor llegar con las entrañas
repletas de heridas que con una piel pulcra e inmaculada.
Estas
vacaciones he leído tres y, con dos, he sufrido desengaños terribles. El primero
fue Los Incomprendidos de Pedro
Simón. Los periodistas pocas o ninguna vez escriben bien novela. Son (somos)
aspirantes a autores; juntaletras de garrafón capaces de sumar 300 hojas
(malas) para que el pueblo ignorante, que solo les conoce como largones de tertulias, les adule. Le pasó al primer Reverte y a Simón también. Los Incomprendidos cuenta una historia
melancólica, que quiere ser realista pero no lo consigue. Todo resulta profundamente
simplón, con un final sabido desde la misma dedicatoria en la solapa. Fueron
felices y comieron perdices (o parecido). Leer y olvidar, nada más.
Luego leí
las 541 páginas que le quitaron el maquillaje a Carmen Mola. La Bestia, el Premio Planeta de 2021
escrito a tres manos, describe la Madrid encolerizada de mediados del siglo
XIX, bien documentada y decorada, pero que solo envuelve una historia rocambolesca.
La trama parece traída de los tiempos febriles del Código Da Vinci, cuando los malos mataban con túnica y los buenos tenían
más vidas que un gato negro para descifrar enigmas milenarios. Y entre todo ese
trajín, un puñado grande de personajes desvencijados y descoordinados que
aparecen y desaparecen como bolitas de trilero hasta llegar a otro final. Como
dicen ahora los adolescentes, obvio. Los tres ganaron mucho dinero y más foco,
pero no mi aplauso.
Y también
he leído Mira esa chica. Los
valientes escriben en presente y Cristina Araújo lo hace. Lo es. El lector
conoce las historias a la vez que el narrador (o casi) y, en un tema tan manido
como la violencia machista, consigue alcanzar un lugar y una perspectiva casi
desconocida, la de la duda. Mira esa
chica provoca la duda, una más. Y quien duda es que no tiene dudas. Sin
duda, Mira esa chica es un buen
libro.
Yo he leído lo que me ha apetecido y no he escrito ni la lista de la compra. Nada. Acabé tan cansado de los dictados que decidí esconder el ordenador, tirar la llave al mar y olvidar. Me dediqué a leer estos libros, convivir, mirar a Jon y contar nubes, sabedor de que, en septiembre, la nevera continuaría llena. Admiro a los escritores. Admiro su tesón y su valentía para superar el rugido de las tripas y la cuenta (casi) vacía, sin más rubor que el boli rojo corrector.
Los ingresos de un bestseller (sin el parné del Premio Planeta) apenas llegan
para pagar cuatro compras de Hacendado y, a pesar de esa pobreza manifiesta,
ellos persisten. Lo vuelven a intentar. Los escritores (los de verdad) son los artistas
del hambre, de mucho verbo y nevera tiritona. Y yo, con un hijo y pocas ganas de
complicaciones, prefiero echarle un buen chorretón de aceite de oliva a la verdura antes que intentar hervir piropos y reseñas de ignorantes en agua fría. Querido, de los halagos y las
buenas palabras no se come.