De todo lo que nos ha ocurrido, parece que ha pasado media vida. Porque todo ha pasado demasiado rápido. Pasa y, de repente, pasó. Un desayuno y cenamos. El verde está en rojo y luego en verde. Y en rojo. También pasa un paseo (de domingo), la cafetería y su café, la galletita de cortesía, el tintineo de la cucharilla, el trago y otro trago, la conversación y lo que surja después. Quizá, un abrazo o un beso. Llega la despedida. Y siempre adiós.
Los menos echan de menos parar. Un respiro, aunque lo provoque un atasco impertinente. Quizá los cláxones engullan de forma compulsiva el ruido exterior y aparezca el momento íntimo en el que todo se detiene. Las miserias patrias, las laborales y las domésticas quedan congeladas y surge lo amable. Fuera, dentro y más adentro.
Los abuelos eran sabios. Ellos sabían detener la vida y lo hacían. Julio o agosto sucedían lentos, casi cansinos. La yaya se sentaba en la hamaca despacio. El niño se remojaba en la piscina temeroso. Y el abuelo mataba moscas con saña. El lunes y también el domingo. Se acostaban temprano, sesteaban y no madrugaban. La mente, poco a poco, lograba vaciar cada verbo mal conjugado y cada sustantivo faltón hasta no quedar ni letra. Nada. Y en septiembre, todo olía a nuevo.
Pero nosotros no. Cuando toca mirar al cielo y contar nubes, viajamos para ver mil sitios sin observar ni uno solo de los mil lugares. El puente y el museo. Mira. La catedral y el acantilado. Corre. Y la tienda. Más. Y la Iglesia. Y el farol. Sube. Y el rincón. Venga. Foto. El pub. Bebe y come. Más. La hamburguesa, y el cordero y el codillo. Qué rica. Más. Más. Otra foto. Esta para Instagram.
Los ojos se quedan ciegos de tantos flashes y pulgares azules arriba. De tantos comentarios ruidosos e insípidos. La lengua los suelta sin orden y el saco de la memoria se llena de basura inútil. Pero eso no lo sabes hasta después. Hasta que estás rodeado pero solo, lo confundes todo y recuerdas nada. Hasta que lo único que ilumina aquellos viajes caros es la luz del teléfono móvil.
Él y ella. Ellos. Y ellas. Todos creen vivir tan pegados que casi empañan sus retinas con el aliento. Ignorantes. No saben que entre pantallas hay demasiada distancia. Casi media vida.
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