María me contó aquella
tarde que sólo había sido capaz de contar bien la historia de una pestaña. Su
pestaña. La describió con delicadeza y ternura. Con amor. La manoseó a través
de su imaginación y un teclado antediluviano, en aquellas frías aulas de la
Universidad de Navarra; casi la degustó. Fue increíble.
Mientras,
el resto de machotes peludos la miramos con desdén y pretendimos minusvalorarla
hablando de física cuántica; del Pedro Sánchez de entonces y sus coaliciones,
de Bush y Putin o del nuevo Papa, sin saber que aquel pantalón nos venía enorme.
Ella, a su ritmo y desde su pequeño universo, relató la experiencia de aquella
pestaña oscura y larga como una cuarentena, con la que protegía sus retinas
verdes de toda la mierda que quería infectar aquel lugar impoluto. Le pusieron
una nota excelente y a nosotros no.
Echo de menos aquella sencillez. La turba de hoy sólo sabe
hablar en bruto y grueso. Acabo de darme un garbeo por la poza séptica tuitera.
Allí damos clases de sanidad, política, economía, cultura y vida; lo que toque
sin el más mínimo rigor y a través felonías pretenciosas e incluso mal peinadas.
Las cuentas oficiales y las que se parapetan bajo pseudónimo. Todas.
Ruego a la autoridad competente una multa. Por cada
chorrada, diez años de confinamiento (revisable). Por cada trola, mil. Y se
acabó. Que aprendan de una vez que lo sencillo no es simple, las subjuntivas
lían y que los tiempos pasados, a veces, fueron mejores.
Hubo
un momento, décadas atrás, en el que la chavalería jugaba a ser novios en mayo.
Un muchacho imberbe pretendía a un mujercita guapa y al revés. Quedaban sin
guasap ni Facebook. Se encontraban y estaban cogidos de la mano desde las seis
y hasta las diez y media. Todo lo que se contaban estaba construido de manera
lógica: un sujeto, un verbo y un predicado. Y punto. Era un instante en el que
hablaban de lo que sabían, quienes más sabían y ningún lelo discutía cada una
de sus decisiones, sobre todo si en la conversación había coronavirus, pagos,
deudas, ERTES o planes de desconfinamiento.
Benditos
dieciocho, María. Y malditos treinta y siete.
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