En los brazos de la fiebre soy diferente.
Saboreo el azul ácido de los 38 grados sobre cero. Mi cabeza gira sin sentido aunque esté
apoyada en la cabecera de un sofá gris con almohada roja. No he merendado. No
tengo hambre. Tú tampoco.
La hambruna es el peor mal de la clase
gris; la del domingo con paella, manta ajedrezada, comedia romántica y cojín suave. Y no me refiero a la falta de lonchas de jamón york sino a la de
ambición.
Recuerdo y añoro un tiempo en el que todos
éramos novios de todos y el futuro nos observaba desafiante desde el borde de la
azotea. Nosotros respondíamos desde el callejón con gestos de chulería
indecente y maleducada. Le provocamos. Ilusos. Ven. Inconscientes. Y vino, con paso tranquilo,
sin prisas. Llegó y nos arrodillamos.
Poco queda de aquellos besos en mi portal a las once menos cinco. Muy poco. Casi nada. Sólo las babas que nos
obligan a recordar cada minuto en lo que nos hemos convertido.
Ayer me contaron que nos habíamos vuelto a
enamorar. Pero ese amor no tiene los ojos verdes, ni la piel morena, ni el pelo
corto, ni el culo perfecto. El vagón de la famme fatale ha
pasado y ahora aceptamos las migajas de un par de bocetos corregidos con goma Milán.
Me conformo con borrones. Hoy he dicho sí a la mediocridad aunque ayer, cuando
nos besábamos todos con todas, jurara pelear por lo dulce. Tú también.
Reconócelo y no pongas cara de tipo duro. No te pega.
Tengo fiebre. Escucho a lo lejos la voz
del gijonés Francisco Dixon. Toco mis plantas con las yemas de los dedos. Son
verdes. Yo me iré pero quiero que ellas estén aquí para siempre.
Hoy no te levantaría la falda aunque me
prometieses que debajo se esconden mis bragas negras. Lo siento. No quiero.
Enséñaselas al otro, como haces cuando miro hacia el parque. La sintonía de la
fiebre provoca que el deseo más irrefrenable, excitante y oscuro se anestesie
hasta sentir absolutamente nada. Preparo una sopa (de letras) y manta gorda.
Espero que el maestro de los sueños me haga un hueco entre los mediocres sanos.
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