Por
fin las morenas y morenos se lucen. Lo he visto por la mañana y por la tarde de
los dos últimos días. Es mi opinión. Si me equivoco pido disculpas a las rubias y rubios, pero creo que ellos ya apestan a hedor de antipolillas.
Desde mi sofá biplaza oigo a morenas y morenos que canturrean y se visten de domingo. Sonrío y abro la ventana de aluminio dorado desde las siete de la
tarde y en adelante; les escucho sin fronteras cristalinas. Y es
que el tiempo del zaragozano y zaragozana alvino y fumador de frío se ha
agotado. Independencia, Gran Vía y demás aceras cuadriculadas llevan un par de
días repleta de morenas y morenos en camiseta de algodón y dibujo feliz.
Personalmente
creo que se han adelantado un par de semanitas o tres. Ellos son
así de desvergonzados, pero es una simple opinión, no seré yo quien les impida salir a presumir sus sandalias de suela fina. Pienso que todavía tendremos un
puñado de días (no más) de rubias trasnochadas por la calle con la nariz
roja y las puntas de los pies húmedas antes de que los morenos gobiernen
de seguido hasta el final de los Pilares y no antes.
En
Zaragoza no hay castañas ni castaños porque esos tintes se lo dejamos a otra
gente. A los aburridos norteños, por ejemplo, donde no saben lo que es un
caldito de salmón de piscifactoría con unas gotitas de misterio a cero grados ni abanicar los
aires oscuros de las once de la noche a más de treinta y cinco. Ellos son
tibios y nosotros calientes o fríos. En Zaragoza jamás pintamos en gris.
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