La
saliva me sabe a hiel. Hace unos cuantos millones de sábados que no caminaba
por unas calles donde todo fue diferente. He vuelto donde crecí y creí hacerme
mayor aunque de allí sólo saliera un triste jovenzuelo necesitado de una
buena ducha. Entonces el hedor a mierda y sobaco suponía el perfume sabatino más puro y
agradable. Hoy inspiro y la acera huele a lejía (o parecido) y gasolina curada. Echo de menos la peste rancia y no me explico qué ha podido ocurrir. Allí soñé con ser tipo respetable y guapo.
Hoy aquí todos duermen a las once en punto sin ruidos, gritos, cortejos ni
peleas; pero no sueñan. Reí y lloré mientras pretendía robar cuatro besos a
alguna muchacha despistada o veía como a mi amada le tocaba su culo respingón
cualquier amigo miserable. Una abuelita entrañable abre su portal sin más dificultad
que la fina lluvia invernal. El Rollo está llorando. La felicidad, servida en
vaso de tubo reutilizado, sabe mejor que el dulce de marca sin sufrimiento
previo, en copa de balón.
Quiero
creer que la lluvia ha modificado los recuerdos y por eso mis huellas ya no se quedan marcadas entre vómitos, un puñado de vasos de plástico y vidrios rotos.
Ese suelo pegajoso decoraba el escenario de las conquistas. Abría la puerta del
Atrio, decidido, y acercaba mi voz al oído perfumado de mi amada ocasional para
soltar una sandez previa a una conversación poco inteligente y al sueño de un
par de besos con lengua: “¿Vienes mucho por este bar?” o similar. Pocas veces
lo logré pero eso, ahora importa poco. Su físico, su simpatía, su
inteligencia, su din y su don no importaban porque el reto consistía en
acumular carmín en los labios y presumir el lunes de un manoseo sobre un culo
respingón hasta las once de la noche. Tan artificial como real. Miro a un lado
y a otro, y mis pómulos se destiñen en un gris tristón. El Diecisiete también
está cerrado. Hoy no queda casi nada de aquellas noches. Por cada fluorescente
que palpita taquicárdico en busca de una muerte precoz, ocho han fallecido y
lucen eso de “Se vende o alquila”. El
Rollo agoniza o, quizá, haya muerto.
Aquí me despersonalicé. Pienso que todos nos
despersonalizamos. Los niños y las niñas nos disfrazamos de mayores esparciendo
en nuestro cabello tubos de gomina, unas botas con punta de acero, una camiseta
de Oasis y un abrigo Bómber. La adolescencia nos espabiló con la mano abierta y
el bolsillo roto, porque donde hoy hay papel, entonces, sólo resonaban cobres
hurtados al monedero maternal. Cuando alzamos el mentón y recibíamos un golpe,
lo volvíamos a levantar como machos ibéricos a pesar de que el moflete se teñía
de bermellón. La vida despersonalizada crecía remojada en
vasos de litro llenos de un mejunje asqueroso compuesto por Coca Cola y
destilados varios. Todos querían su otro yo para
parecer más guapo, simpático y limpio. Nos desinhibimos en el Devizio, el
Dieciséis o el Pepeleches. Entre malos malísimos y buenos buenísimos nos hicimos
un lugar en el que aparentar hasta el final de la noche.
Ahora los pollos crecen en otro corral porque aquí no queda
nadie. Yo también huyo. Hasta siempre. Nunca debí de volver.
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