Fui precoz para casi nada. Aprendí a nadar tarde, a ir en bicicleta tarde, a besar tarde y, también, a apreciar las letras tarde. De jovenzuelo leí muy poco y escribí menos. Unas cartitas a unas bellas amadas (A., S., B.) y las cartas a los Reyes Magos fue el nulo bagaje de un pavito granudo, con más ganas de escuchar a Manolo García, hablar de fútbol, robar piquitos y jugar a la Nintendo que de abrir libros gordos y finos.
Demasiado
tiempo después, cuando le cogí gustillo a la tecla y el lomo, pretendí escribir
Quijotes antes de, ni siquiera, terminar de leer la saga de Fray Perico y su
borrico. Escogía caminos complicadísimos con giros kafkianos y odiosos
gerundios cuando apenas era (y soy) capaz de rellenar un par de carillas en
blanco. Correr maratones antes de caminar, vaya. Me examinaba en cada doc.,
sudaba un par de sentencias que no entendía ni yo y, mareado de tanta vuelta y
revuelta, mandaba al infierno el feto creativo para volver a jugar al Candy
Crush de turno.
Una noche oscura, el maestro Mario Ornat, el tipo que mejor
escribe en esta comunidad con mucha diferencia, criticó a algunos indies
acusándoles de querer hacer de cada canción un himno. Ornat puso como ejemplo a
mis adorados LOL y lo argumentó con un puñado de canciones. Le rebatí, aunque en el fondo y por lo bajini, me vi reflejado en esa sentencia loca. Había intentado lo
mismo que esas bandas pero en mis entradas bloggeras: fabricar lemas y no
historias para que los nietos de los nietos me recordaran como un antepasado
avezado y no un muchacho al que le gustaba la literatura. Me di cuenta que las
recomendaciones de la UNAV eran verdad: lo bueno es sencillo.
Y no
confundamos, lo sencillo no es ni mucho menos simple. Con el verbo ser, el
verbo haber y oraciones coordinadas cortitas y al pie se pueden contar
historias fabulosas, sentimientos tremendos, finales felices y, por supuesto,
mierda a paladas. A la mierda lo subordinado. En su último libro David Trueba
nos cuenta la vida de un músico ochentero, con un pasado repleto de curvas que lleva
las cenizas de su padre desde la gran ciudad a la tierra de campos. Trueba lo
hace con una facilidad admirable. Arriesga desde la seguridad, desde la palabra
conocida, la comida de menú, las maripis blancas y la camiseta abanderado. Eso,
unido a su talento genético, cocinan una novela buena.
Luis
Aragonés le preguntó a Xavi Hernández si quería jugar bonito o bueno. El
demócrata de Qatar eligió lo bueno y acertó. Fue el mejor. Hay mucha gente
bonita por ahí, gente guapa con chasis reluciente y lengua rápida. Buenos hay
menos. El envoltorio es capaz de provocar un éxito sonoro en los estrenos, el aplauso
triunfador frente al pollo prudente. El verbo ágil y la rapidez mental capacita
para dar los primeros pasos e incluso provocar admiración del ignorante, pero
luego no. Cuando el camino exige solomillo, lo mollar que dicen ahora, al
bonito se le ven las costuras. Lo bueno, además de ese continente tiene lo más
importante, contenido. El señorito bonito se despeña por el barranco sin más
arnés que el de su glosa. El bueno como Trueba, a veces, triunfa.
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