Los
sábados por la mañana son algo muy serio. Los niños y las niñas acuden al patio
a corretear detrás de una pelota, los jovenzuelos se toquetean mientras duermen la
mona bajo el edredón y los padres
colorean la nevera ayudados por los cobres de los abuelos. Hacia las dos y
media de la tarde, todos juntos comparten mesa, mantel y servilleta de tela.
Delante de la ensaladilla unos, otros, los otros y los demás se cuentan lo
ocurrido el sábado por la mañana. Sin tibiezas. Los silencios los
rellenan con un golazo inolvidable o un beso apasionado. La mesa del salón supone
su lugar donde regresar. Los sábados por la mañana son algo tan serio que quienes
atravesamos un periodo de entreguerras sufrimos pánico por entrar en esa espiral
tan esclavista como apasionante.
He
acudido al Mercadona y he visto como una par de pajarillos de corral (gallina y
gallo) llenaban su carro con leche, galletitas, una redecilla de cebollas,
pañales, además de un puñado de kilos de verdura verde y carne roja. El color naranja lo ponían
las zanahorias. El papá y la mamá han aprovechado una oferta de tres por latas de
atún en aceite de girasol, además de una cantidad ingente de papel higiénico.
En su casa una legión de culitos finos pretende alcanzar la brillantez más
absoluta.
Soltero
circunstancial y temporal, en mi cesta apenas había un paquete de gulas, pasta,
cerveza de marca, un chuletón, salsa de setas, setas trompetilla naturales y
jamoncito bueno; todo muy gourmet, muy chic, muy molón y, sobre todo, single. He cocinado con mimo y cariño,
con cuidado y tiempo. Hacia las tres y media de la tarde me lo he comido todo,
sin más ruidos ni interferencias que el sonido casi caníbal del tenedor y el
cuchillo raspando la vajilla de IKEA.
La
soledad voluntaria está minusvalorada. Hay demasiado ruido innecesario en
nuestro alrededor y, de vez en cuando, es obligatorio un ratito de silencio. La
mierda acumulada en nuestras rutinas apesta y nos impide distinguir el verbo útil de la mediocridad. Los perros ladran de lunes a viernes y los dueños cobardes sólo miran al cielo para resguardarse
de la lluvia. Los soldaditos rasos lo único que pueden hacer es
saltar entre baldosas para no pisar los cepos de los malos ni las cagadas
ajenas.
Después
de una buena comida, la siesta resulta necesaria con una película de serie B
como fondo. Y luego sí, el cuerpo pide de nuevo ruido, que el cielo vuelva a
tronar. De momento suena Carolina Durante, un grupito que huele fuerte y limpio. Los
tibios se conforman con lo de siempre. Viven en la mediocridad hasta que su copla caduque. Radio Olé suena bien en las fiestas de agosto y poco, pero no un
sábado por la tarde y menos de madrugada. Ellos, los españolitos de pro, no salen de la 94.0 y la sintonizan a todas horas
acomodados en ese círculo de confort.
El café, la música y la vida deben consumirse calientes o frías, jamás
templada porque cuando los tibios las meen, en los rincones nadie lo notará.
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ResponderEliminarJope, una pena que quitases el comentario. ;)
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