Hace un par de martes un pollito leyó un poema en la radio
amiga. Era la hora de la merienda o parecido y quien cuenta esta milonga, le
escuchaba apretado en el tranvía, a escasos centímetros de un bolso de piel de cocodrilo y su conversación banal con un bastón fino. Subí el
volumen. El pollito se llamaba Adrián. Por su tono de macho recién salido del
corral, pensé que apenas le salían ocho pelos en el mostacho, cuatro en la
perilla y dos en la bragueta. Eso sí, no tenía ínfulas culturetas ni aire
pedante. Leía bien. Simplemente era un adolescente sensible, capaz y valiente.
Entre adulaciones y zarandajas de la bella voz del locutor y
presentador, el muchacho recitó un puñado de versos urbanos más, en los que
contaba cómo había vivido y sufrido un desengaño entre vidrios, plásticos y asfalto. Una
mujercita. Sus rizos. Unos cubatas de garrafón. El desamor. Y una canción indie. Fue
esperanzador. Y no por el tono ni el olor a pavo requemado que desprendía el
poemario de Adrián sino porque simplemente, el muchacho había tenido la
valentía de plasmar aquel episodio inocente en papel para, después, iluminarlo
a través de un micrófono.
Los gallos de mi generación, necios e imbéciles hasta decir
basta, huíamos de todo lo que oliese a rima. Es de maricones, decía algún
bocazas. El profesor desesperado por los prejuicios más ridículos, abordaba las
más dulces historias de Juan Ramón Jiménez, Aleixandre, Pedro Salinas o Lorca
con la única esperanza de que algún verbo suelto y libre picase. Pero nadie le
hizo ni puto caso.
El fallo
estaba en nuestras narices. Quisimos aprender poesía a través de la memoria sin
saber que el cerebro de un machote adolescente es tremendamente impermeable a
cualquier arte. Ni un solo sentimiento que merezca la pena entra por lo
racional. Por la cabeza. Los poros están en las venas, en el corazón y en las
entrañas mismas. Pero eso sólo lo supimos después. Y ya era tarde.
La EGB fracasó estrepitosamente en su rama de
letras. Multitud de niñitos bien, acomplejados por un padre de voz potente, sus
miedos y prejuicios, y un presumible futuro millonario, se lanzaron a los
pechos de la economía y las finanzas (que tiene muchas salidas, ¡co!).
Estudiaron números y se aburrieron como monos con la única esperanza de un
futuro desahogado. Se equivocaron. Hoy casi todos ellos son infelices y cada
mañana, cuando suena el despertador, maldicen lo que les queda de día; una vida
planeada para sumar y multiplicar simplemente les resta y divide. Os jodéis,
por cobardes.
Admiro
al tal Adrián. Sin tapujos. Él se sintió como una mierda durante un tiempo y no
se calló como hicimos los gallos de la EGB. Se reveló a su manera y lo plasmó
negro sobre blanco. A su forma. A su estilo. Con errores y aciertos. Y lo
contó.
No
tengan miedo. Lean. Escriban. Y muestren.
La poesía huye, a veces, de los libros para anidar
extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel, en los
escombros, incluso en la basura. Donde no suele cobijarse nunca es en el verbo
de los subsecretarios, de los comerciantes o de los lechuginos de televisión.
(Sabina dixit)
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