La muerte es tremendamente
comunista, quizá porque es la única que nos considera a todos por igual. No
conoce de clases, títulos ni cobres. La muerte es un instante, un momento. Los
órganos vitales dejan de funcionar y el corazón se detiene. Y punto (y a parte
o final, eso a elección propia e intransferible). Le importa muy poco si vistes
traje de seda, capa y calzoncillos rojos o una camiseta harapienta. Si sudas
vino tinto o miserias. Muere todo y morimos todos. Y menos mal porque aguantar
un aliento indeseable, un amor, un trozo de carne entre dos muelas, Chernobyl,
Juego de Tronos o Sálvame durante toda la eternidad resultaría agotador.
Hasta
esa muerte, el señor calvo con sonrisa tejida a navaja nos permite ver media
realidad y envolver la otra mitad en mil falacias, mentiras, trampas y trofeos
de cartón piedra. Y gritos, muchos gritos. Maldita sea. Los malos son malos y
se hacen fuertes vociferando y apoyándose en el gentío que prefiere admirar
palabras vacías pero sonoras antes que preguntarse cómo y por qué necesita
primero un sujeto, luego un verbo y finalmente un predicado. Jamás conocí a un
líder gritón. Mediocres muchos, creo que demasiados.
Los
buenos hablan bajito pero fuerte. Cuando los malísimos se asoman al balcón, él
se coloca delante y con su escudo de súper héroe protege a sus pollitos de los
poderes fríos, oscuros y siniestros. Luego, cuando esos malísimos se dan por vencidos coge a la manada, la despluma
y le enseña cómo evitar que esos miserables lleguen ni siquiera al corral.
Los
corrales han cambiado y pienso que a peor. Ahora las manadas de adolescentes no caminan en cuadrilla,
liderados por un par de guapos y sus respectivos aplaudidores. No. Ahora ese
grupo se ha roto en mil letras inconexas, repletas de faltas de ortografía. Sí,
hablemos del guasap, ese programa infernal que acobarda a la plebe y la
empobrece hasta límites jamás conocidos. Antes los buenos le echaban
testiculina e invitaban a su amada a bailar, incluso algún osado le pedía
rollo. Ahora no. Ahora le susurra a través letritas, le manda cuatro fotos
íntimas y tras un polvo sudoroso y mudo, se escuchan por primera vez la voz.
Lejos quedan los tiempos de nervios durante las llamadas a deshoras para que no coja
el teléfono un padre de voz profunda y lejos quedan las mil mentiras
cuchicheadas con la puerta cerrada. Por morir, mueren hasta las cabinas de
teléfono. Quedan cuatro y, después de ser indultadas este verano, ahora piensan
dictaminar una pena capital. A mí me duele, a los románticos también,
pero quien atraviesa una depresión pantagruélica es Supermán. No tendrá lugar
donde cambiarse de ropa y salvarnos de la muerte comunista a manos del
malvado calvo Lex Luthor.
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