Las
peras me encantaban. Suaves y jugosas; algunas carnosas, otras dulces o secas pero todas nutritivas y sabrosas. Compré kilos y kilos de peras, también
de las pequeñas y riquísimas sanjuaneras que, tímidas ellas, sólo se asoman al
calorcito de junio y julio. Una pera, dos y tres. Y hasta mil. Las engullí con
la voracidad de un ogro glotón. Después aflojé mi cinturón para que todas
disfrutasen de su parcelita cómoda en la amplitud del estómago. Un día, creo
que de abril, me harté. Nunca más comí peras. Ahora, a parte, de Apple (¡jaja!)
no tengo más relación con la fruta que una testimonial conversación de
ascensor en la macedonia del día de Navidad.
Luego devoré gulas. Angulas de trilero que cualquier
jovenzuelo recién emancipado utiliza para anestesiar su conciencia cuando redescubre
entre la basura las cajas de cartón grasientas y translúcidas de una cena
previa a un botellón verbenero. Las gulas las mezclé con huevo, en ensalada y
con jamón; con beicon, olivas, gambas y una picadita de ajo frito. Incluso
crudas. Su polivalencia me entusiasmaba. Me volví loco; loco de atar por esta
pasta con cresta teñida. Las mastiqué y paladeé a diario; mañana, tarde y
noche. Incluso alguna madrugada de invierno sirvió de esponja sobre el
penúltimo brebaje que había ensuciado mi lengua. Una o un millón, la gula es
uno de esos bocados por los que hubiera hincado rodilla, mentón arriba, pecho
inspirado y alianza en la mano. Pero también me hastiaron.
Y luego llegó el salmón. Mi querido salmón al que tanto he
citado en este blog. Rosáceo y nutritivo, algo grasiento pero muy energético me
conquistó por su sinceridad. Nunca engañó con sus espinas. Eran grandes y
visibles ante cualquier miope sin vidrios. El salmón era un pez sincero, de los
que va de cara. Lo suficientemente sabroso para no necesitar cuatro cucharadas de salsa tramposa y lo suficientemente dócil para admitir, a su lado, una
rica tártara sin malas caras ni enfados. A juicio del comensal. Pero querido
salmón, ha llegado la hora de tu entierro.
Te
amortajo con unas gotas de limón exprimido y una cebollita pochada a modo de
plañidera. Eres un sucio cobarde que ha vuelto el pescuezo cuando el agua ha
empezado a enfriarse. Después te has dado la vuelta, hacia atrás, río arriba, a
revivir lo bueno y lo malo en lugar de discurrir en meandros repletas de
anzuelos con gancho picudo y ricas gambitas sin gabardina.
Acepto
e incluso aconsejo mirar atrás, cuantas veces sea necesario, pero con los pies
quietos. Las huellas ya marcadas en el parqué de algún apartamento que ofreció
ricos desayunos deben quedarse ahí, como las de Armstrong y Aldrin en la luna,
por los siglos de los siglos y amén.
Eso
sí, aconsejo llevar en el bolsillo una libreta y un bolígrafo hasta las trancas
de tinta china con el que anotar lo importante. Cualquier consulta o duda que
surja unos kilómetros más adelante la resolveré con mis ojos y mi memoria, sin
girar los pies. Lo apunto y no olvido. Todo. Todo.
Al
lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. No lo digo yo, lo dice
un poeta: Joaquín Sabina.
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