Un querubín fino como un hilo
sujeta con las palmas de las manos el penúltimo Falcó de Reverte. Acaricia sus
tapas duras, oscuras y brillantes. Suaves. Se siente estupendo y yo le entiendo. De
vez en cuando es bueno desengrasar el cerebro con Reverte y con algún otro
escritor de escaparate. Sus letras gruesas lucen ante quienes le miran y,
después, cuando las cierra para ver la Isla o las entrevistas de Bertín, apenas
le quedan restos. Leer novelas de héroes y malandrines y escuchar las memeces
del cantor de rancheras ayuda a no pensar, y no pensar, a sobrevivir.
Los culturetas se quejan de que el pueblo consume librillos
sin historia y sandeces en Youtube y televisión. Historias de un espía en la
Guerra Civil y bufidos de cuatro vicerversos en un Caribe maravilloso. Y más.
No comprenden que las hamburguesas del Rápid son oxígeno y alimento. No entenderán jamás que a
quien que le faltan plátanos en la nevera necesita chupar las pelarzas del
vecino para olvidar un ratito su falta de vitaminas. Los gritos y las
bravuconadas tapan todo lo malo, hasta el hambre. El miope se consuela con el
tuerto y el tuerto con el ciego. Y el ciego, afortunado él, no ve nada.
Quizá eso sea lo mejor. Fijarse en las miserias del resto y
pensar que nosotros estamos salvados del desmadre.
Los chinos tienen miedo del bicho y el resto pensamos que mientras
sean chinos los que mueran, la cosa no va tan mal. Cuando el virus cruce los
Urales nos empezaremos a preocupar y cuando atraviese el túnel de Canfranc,
pondremos el grito en el cielo. Mientras, no.
Lo sé
porque veo la tele y me inhibo, como todos. Que un Chang cualquiera berree cuando se lo
llevan de casa entre cuatro forzudos y que su esperanza de vida se limite a un
par de sopas de fideos en el nuevo hospital, nos la sopla; como el sufrimiento
del novio de Estefanía. Incluso nos reímos de él.
Y no es que seamos malvados, ni peores personas.
Necesitamos sobrevivir de tanta raíz cuadrada viendo problemas ajenos más
complejos que el que debemos resolver y no sabemos. Peor es el paro de fulanito.
Y peor padecer un cáncer como menganito. Y peor morir. Y peor, el infierno.
La solución no es dejar de sentir y aislarnos del mundo sino aprender a convivir
con nuestros rompecabezas patrios. Se le ocurrió a un emprendedor encerrarse en una urna y
no salir jamás. Murió de inanición. Triste, gris y tibio. Añoró un llanto, un
beso o un roce. Incluso el picorcito de una lombriz anal que le hiciese
compañía.
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