martes, 23 de noviembre de 2010

Mi Buenos Aires querido

- Gallego sírvame otra.

- No cree que ha bebido demasiado, ni si quiera guarda fuerza para balbucear una sola palabra coherente-

- Che, no me jodas, no seas boludo ¡Vos me servis lo mismo!

Me lo dijo un viejo argentino hace unos cuantos años mientras yo tiraba cervezas en la barra más mugrienta del Barrio de la Boca, en Buenos Aires. Hacía unas cuantas horas que ese viejo con la cara pintada de azul y amarillo ahogaba sus penas en el peor ron de aquel bar con hedor a tabaco y alcohol barato.

Y es que, según me dijo, su vida había dejado de tener un sentido. Yo no sabía por qué.

No quiso mezclar a su mujer. Ese pobre borracho vivía en una mentira. La zorra de su esposa se acostaba con un jovencito cordobés; más guapo, más simpático y con un riñón dorado en forma de herencia millonaria. El viejo lo sabía pero miraba a la calle cuando sus sábanas se quedaban arrugadas por los revolcones de su mujer con un hombre que no era precisamente él.

No nombró a sus hijos. Me dijo que, desde que emigraron a España no había vuelto a saber de ellos. Carlos José y María de la Luz volaron a Barcelona para soñar con un futuro que en Buenos Aires sólo apuntaba a pesadilla.

Tampoco me habló de trabajo. Desde hace casi un año cambió su labor en una cadena de autos por uno más simple. Ese en el que simplemente te pones en una cola una vez al mes mientras esperas una llamada que jamás suena. Resulta curioso que una persona harta de montar espejos retrovisores, se mostrase incapaz de mirar hacia adelante.

La salud le importaba bastante poco. Dos cajetillas de tabaco al día le habían dejado los pulmones más negros que las peores aceras de su cuadra en La Boca. Los doctores ya le habían anunciado que sus pulmones cumplirían en junio 91 años. Y su partida de nacimiento le dejaba en poco más de 50.

- Sabes gallego, la peor desgracia para cualquier hombre es no tener un lugar al que volver. Y yo el mío lo he perdido.

De esa frase me acordaré toda la vida. La habían dicho de Diego Maradona cuando estuvo a sólo unos milímetros de convertirse en un mito.

Quizá había perdido lo poco que le quedaba en algún negocio peligroso y vivía una cuenta atrás que estaba llegando a sus últimos segundos.

Le serví su enésimo anís. Estaba absolutamente borracho. Le miré a los ojos y pude ver las lágrimas más tristes de toda Argentina. El viejo había girado el rostro hacia la enorme Telefunken que presidía el bar. La pintura de su cara estaba totalmente descolorida.

- Gallinas boludos.

Miré hacia la pantalla y vi a un tal Francescoli con los brazos apuntando a lo más alto del cielo; vestía una camiseta blanca con una raya roja cruzada y había asaltado una Bombonera. Boca 0- River 1. Lo había comprendido. En Argentina el fútbol supera a una religión. Es una vida.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Carta a nadie

Suenan las doce. Soy el interno número 467 de una prisión en medio de la nada. Y sonrío. Sólo faltan un puñado de horas para que me abran las puertas de esta puta cárcel. De par en par. Aquí llegué hace demasiados años con mi cuaderno de faltas escrito hasta la última línea y de aquí me marcho con esas páginas limpias y sin tachones.

Por mi prisión han pasado personas de todas las clases, nacionalidades y religiones. Todavía recuerdo a aquel musulmán de barba tupida y pies sucios que olía como el peor de los callejones en la mejor de las fiestas. Ammal, o algo parecido, extendía su alfombrilla gastada, de flecos arrugados y se arrodillaba para rogar por unos sueños que jamás he sabido si se convirtieron en realidad.

Quizá por eso, y por alguna cosa más, me declaro profundamente ateo. Eso sí, cada noche rezo un Ave María; por lo que pueda ocurrir.

Estoy nervioso. Hace unos días que la saliva se perdió en lo más profundo de mi garganta y mi boca permanece tan seca como mis queridos Monegros.

Aquí he hecho amigos para siempre; los mismos que me faltaron en aquel 92, cuando Barcelona perdió la vergüenza y, por fin, se levantó las faldas para que los forasteros viésemos las mejores piernas del mundo. Benditos y malditos días. Ese Raval y ese salto olímpico hacia la nada.

Adiós Damián. Consumes tu vida aquí, con unos puzzles de miles de piezas. Siempre me has parecido un compañero inteligente; mientras buscas esas fichas, no piensas. Adiós también al hijo de puta de Mario Alberto; el chicano cabrón que cuando ve ese puzzle casi completo lo rompe en las mismos tres mil piezas con las que había empezado el pobre Damián. Y como olvidarte Mariano. A ti y a tus mujeres. Cuentas cien aventuras con cien chicas diferentes. Todos sabemos que esas cien niñas sólo pueden salir de cien casitas de luces. Mientes pero te quiero igual.

Me despido también del comedor y su peste a rancho recalentado; de las sillas carcomidas y las mesas oxidadas. Adiós a la verdura sin aceite ni más arreglo que unas tristes patatas cocidas para callar los estómagos más vacíos; las lentejas y su dos guindillas contadas; los macarrones entomatados; y el arroz duro como el cemento de estos muros. El menú ha sido invariable tantos años que también en eso deseo cambiar.

Porque ha llegado el momento de andar. Fuera. Mi camino tiene una única dirección y los siguientes pasos no están aquí. Lo pienso y mi sonrisa crece. Sudo. Mucho. Todo mi cuerpo siente esa ansiedad previa a los momentos importantes.

Miro mi celda. Oscura, húmeda y fría cuando llegué y, ahora, un poquito más cálida. El próximo inquilino dormirá en un catre más acogedor gracias a mí. Me alegro. Menos de cuatro metros cuadrados en los que he pensado demasiados días. El primero sólo quería ver el patio por el pequeño ventano de la celda, después cruce el umbral de mi puerta y, un poco más tarde, mi cara pálida dejó de desentonar con las del resto de internos. Aquí, o asumes tu condición, o tu muerte es cuestión de días.

Y por supuesto, me acuerdo de ti mi reina. Te conocí, me enamoré y te marchaste. Dejaste tu endemoniada huella en forma de siglas. Hasta hoy. No te guardo rencor. Pero tú ahora me importas bastante poco. Lo juro.

Oigo voces aunque todavía es pronto. Mi maleta está cerrada. Sudo. Más. Escucho el inconfundible ruido de la cerradura. Una silueta oronda, una voz grave y unos ojos vidriosos. Ha venido el capellán. Me lo merezco.

- Maldito SIDA hijo, maldito SIDA.

- ¡Ni una puta lágrima! Unos minutos más y mi muerte se encargará de abrirlo todo.