Un
tipo imbécil presumía hace unos cuantos domingos de decir todo aquello que
pensaba a la cara del prójimo. De no guardarse nada en su cabecita loca repleta
de mediocridades y faltas de ortografía. Aquella noche de gritos, el muchacho
había vomitado una sandez a su enemiga ocasional y se parapetaba orgulloso bajo
ese mantra ridículo: que la bobería la había dicho en su jeto.
Querido tonto, si todos soltásemos al vecino lo que pensamos
cuando riega sus plantas y, por casualidad o sin ella, salpicara nuestras
sábanas recién tendidas, jamás podríamos pedirle ni una pizca de sal, ni
siquiera saludarle en ese ratito de ascensor. A la cara se dice lo importante y
no de cualquier manera. Berrearle malnacido y vil a quien, según nuestra nariz,
nos ha hecho una trastada, es demasiado simple. Las cosas serias se dicen con
voz bajita y firme, con el rictus serio, sin titubeos ni ruido alrededor.
Y peor es el tuitero impertinente. El maestro Segurola tildó
la red de barra de borrachos. Yo elevo la apuesta: Twitter es un lugar en el
que la mierda se acumula en cada rincón bajo nombres falsos, cotillas, largones
y acomplejados. Al tonto le conocían en su casa y poco porque, cuando alzaba un
poquito el hocico, la voz matriarcal le mandaba al corral castigado. Ahora 270
caracteres y un ADSL le han dado publicidad. Miente parapetado en un fake name y
duerme. Miente y come. Miente y vuelve a dormir, sin arrepentimientos ni cargos
de conciencia. En este bar de brujas y tramposos, las olivas maceran en aceite pasado, las servilletas grasientas son
pisoteadas por tacones gruesos y las cucarachas devoran los verbos mal conjugados. Buen provecho.
La
virtud es saber cuándo callar y cuándo hablar. Cuando escribir y cuando rectificar, con el nombre por delante. La vileza, mentir. Y quien lo
niegue, miente.