martes, 29 de enero de 2019

Verdades a la cara

     


         Un tipo imbécil presumía hace unos cuantos domingos de decir todo aquello que pensaba a la cara del prójimo. De no guardarse nada en su cabecita loca repleta de mediocridades y faltas de ortografía. Aquella noche de gritos, el muchacho había vomitado una sandez a su enemiga ocasional y se parapetaba orgulloso bajo ese mantra ridículo: que la bobería la había dicho en su jeto.
         Querido tonto, si todos soltásemos al vecino lo que pensamos cuando riega sus plantas y, por casualidad o sin ella, salpicara nuestras sábanas recién tendidas, jamás podríamos pedirle ni una pizca de sal, ni siquiera saludarle en ese ratito de ascensor. A la cara se dice lo importante y no de cualquier manera. Berrearle malnacido y vil a quien, según nuestra nariz, nos ha hecho una trastada, es demasiado simple. Las cosas serias se dicen con voz bajita y firme, con el rictus serio, sin titubeos ni ruido alrededor.
         Y peor es el tuitero impertinente. El maestro Segurola tildó la red de barra de borrachos. Yo elevo la apuesta: Twitter es un lugar en el que la mierda se acumula en cada rincón bajo nombres falsos, cotillas, largones y acomplejados. Al tonto le conocían en su casa y poco porque, cuando alzaba un poquito el hocico, la voz matriarcal le mandaba al corral castigado. Ahora 270 caracteres y un ADSL le han dado publicidad. Miente parapetado en un fake name y duerme. Miente y come. Miente y vuelve a dormir, sin arrepentimientos ni cargos de conciencia. En este bar de brujas y tramposos, las olivas maceran en aceite pasado, las servilletas grasientas son pisoteadas por tacones gruesos y las cucarachas devoran los verbos mal conjugados. Buen provecho.  
La virtud es saber cuándo callar y cuándo hablar. Cuando escribir y cuando rectificar, con el nombre por delante. La vileza, mentir. Y quien lo niegue, miente.