sábado, 17 de octubre de 2020

El fin de la meritocracia

 La meritocracia es una mentira. La trola más grande del mundo y quizá de la historia. Un bulo que, seguro, inventó una vocecita apadrinada tras anunciar a gritos que había aprendido a dividir con decimales.

Lo que pocos saben es que una banda de soplones y palmeros le corrigieron la cuenta cuando nadie miraba y, luego, le atribuyeron el resultado correcto a aquel patrón. Le coronaron con honores papales y, a velocidad coronaviríca, llegó a general, con sueldo de general y pistola de general.

       Parte de la culpa la tienen los buenos. Ellos vieron el soplo pero callaron. Cobardes, quizá conformistas, callaron. Prefirieron mirar al suelo y tumbarse en el sofá a ver Neftlix. Y el silencio lo aprovecharon los economistas para hacer números y cuentas. A los inútiles que sonríen por defecto y mejor dividen, les auparon a una mesita amplia, limpia y con teléfono, de 8 a 15, desde donde cobran mucho y chotan más.

       Harto, uno de los buenos levantó la voz. Firme. Sin groserías. Pero los nuevos hijitos y sus acólitos gritaron más fuerte. Porque eso sí lo saben hacer: gritar. Ocultar sus carencias bajo decibelios de ruido. Con palabrotas. Con bravuconadas. Con güisqui Hacendado y humo de Farias. Con una seguridad en su mensaje abrumadora. Apabullante. Aunque debajo exista la nada. El bueno, entre la barahúnda (maravillosa palabra que acabo de conocer) ajena, bajó el mentón, abrió la boca y la rellenó de Coca-Cola light.

       Ha pasado demasiado tiempo de aquello. Ahora, con esa costra bullidora más dura que la piel de Rambo, resulta imposible rasgarla. La voz de los pelotas lo ha ocultado todo hasta el tuétano y allí, se han hecho su chiringuito con jardín y seguro antideshaucio.

Mientras, la meritocracia vagabundea por la calle. El bueno la vende a precio de saldo.

lunes, 12 de octubre de 2020

Los ídolos

Nunca jamás cruces ni una sola palabra con alguien a quien admires. Ni una. Ni un respiro, ni tampoco un beso. Nada. Tu mito se diluirá a la misma velocidad que el ínclito larga palabritas por su boca. Descubrirás que se trata de un mediocre más en un mundo tibio y que las distancias entre su verbo y tus valores no son lunares. Ni muchos menos.  

En mi lista de personajes que jamás quiero conocer está Carlos Alsina. Jabois y Amón. También Santi Balmes y David Trueba. Gasol. Eduardo Mendoza. Estuvo Sabina pero ya no. Como Herrera. Y desde hace un tiempo sí, Marta García Aller. Pocos más. Si me encuentro con alguno, cerraré los ojos y balancearé millones de elefantes sobre la tela de una araña hasta que el silencio, cada vez más caro en estos tiempos, lo vuelva a ocupar todo. La ignorancia crea ídolos y el conocimiento, desgraciadamente, los destruye.

Y no estamos para derrochar, ni mucho menos. Esta España cainita y de trincheras anda escasa de gente a la que admirar; de yemas que escriban dos palmos por encima del suelo. Letras en peligro de extinción, las llamaría yo. Los buenos murieron, otros marcharon y algunos que parecían nadar por encima de la mediocridad, se han quitado la mascarilla. Largan en la poza séptica tuitera, en el guasap, en las páginas de un periódico, en una conversación de ascensor o en la lista de la compra hasta infectarlo todo con su brocha gorda.    

       Por eso ruego callar y, en el caso de hablar, no decir toda la verdad. Racionarla a cucharaditas y en cantidades saludables. Las miserias propias, cómanselas solos.

Un setentón curioso las devora semanalmente en la suite de un hotel, no muy lejos de aquí. De la 622 sale cada jueves a mediodía, cabizbajo y tímido, con dos bellezas de barbita fina y músculo cultivado, una en cada brazo. Lo hace antes de volver a su hogar feliz con esposa, hijos, jardín y perrita. Le pregunté que qué les daba a esos muchachotes. El señor respondió sincero: dinero y asco.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Lo que de verdad importa

         El sábado me bajé la mascarilla un rato para beber una caña en una garito noventero, y eso, o salir del cascarón rutinario, destapó mis tímpanos. Sonaban los Oasis. Después Alanis Morissette. Y Pink Floyd. Luego, los Blur. A.B. me dice a menudo que detesta escuchar a tipos tristes y que los prefiere optimistas. Razón lleva. Seis treintañeros cualquiera dialogaban alrededor de unas cervezas checas de litro. En lata. De metal. Todo muy vintage. Hablaban del lío de un conocido con una rubita por Tinder y que estaba más contento. Se alegraban por él. Hablaban de los viernes pero también de sus lunes. Hablaban de salarios bajos, ascensos futuros y cunas. Muchas cunas. De un divorcio y de sexo. Hablaban de su vida. La vida.

         Porque la vida es eso y no lo que cuatro tipitos larguen en un hemiciclo, lleven chaqueta o coleta o barba. La vida es vivir. Convivir. Compartir y trabajar. Sufrir. Enamorarse. Y olvidar. Sobre todo eso, olvidar. Lo bueno y lo malo, que de todo hay. No podemos estar recordando cada minuto los rasguños de aquel verano del 99 ni los Pájaros de Barro de Manolo García en las fiestas Pilar. No porque, sinceramente, nada de eso tiene ya importancia. Hace un rato los pollos deseábamos besos y ahora merodeamos terrazas con sillas y espacios amplios para quienes tienen hijos. Y, por supuesto, buscamos más cobres, que nadie lo dude.

         Fuera llovía. Por fin llovía. El cristal de la ventana parecía manchado, casi escupido por las cerdas de un pincel fino. Al otro lado, borroso, el señorón y sus esposa comían jamón cortado a cuchillo bajo el toldo de un garito elegante. Él llevaba jersey sobre los hombros y ella una rebequita que casi se mancha al beber una copa de vino casi de trago. Se la ajustó varias veces. De la lluvia estaba protegida pero quizá tenía frío. Sí es cierto que empieza a bajar la temperatura, sólo hace falta sacar un poquito la nariz al mundo. El invierno llegará pronto. Y luego, que nadie lo dude, de nuevo, volverá el verano. El camarero les sirvió unos chipirones encebollados con una pinta estupenda. Cenaron, una copa (allí mismo o cerca) y a casa. Quizá se quisieron un ratito, no tenían pinta de estar cansados.

          Nosotros nos marchamos antes. Pretendíamos ver una película en Neftlix, la del paisano consorte Unax Ugalde. El resto no tardaron mucho. Adiós. Hasta luego. Adiós. Feliz domingo y feliz lunes.

 

domingo, 10 de mayo de 2020

La pestaña de María

María me contó aquella tarde que sólo había sido capaz de contar bien la historia de una pestaña. Su pestaña. La describió con delicadeza y ternura. Con amor. La manoseó a través de su imaginación y un teclado antediluviano, en aquellas frías aulas de la Universidad de Navarra; casi la degustó. Fue increíble.
Mientras, el resto de machotes peludos la miramos con desdén y pretendimos minusvalorarla hablando de física cuántica; del Pedro Sánchez de entonces y sus coaliciones, de Bush y Putin o del nuevo Papa, sin saber que aquel pantalón nos venía enorme. Ella, a su ritmo y desde su pequeño universo, relató la experiencia de aquella pestaña oscura y larga como una cuarentena, con la que protegía sus retinas verdes de toda la mierda que quería infectar aquel lugar impoluto. Le pusieron una nota excelente y a nosotros no.
     Echo de menos aquella sencillez. La turba de hoy sólo sabe hablar en bruto y grueso. Acabo de darme un garbeo por la poza séptica tuitera. Allí damos clases de sanidad, política, economía, cultura y vida; lo que toque sin el más mínimo rigor y a través felonías pretenciosas e incluso mal peinadas. Las cuentas oficiales y las que se parapetan bajo pseudónimo. Todas.
     Ruego a la autoridad competente una multa. Por cada chorrada, diez años de confinamiento (revisable). Por cada trola, mil. Y se acabó. Que aprendan de una vez que lo sencillo no es simple, las subjuntivas lían y que los tiempos pasados, a veces, fueron mejores.
Hubo un momento, décadas atrás, en el que la chavalería jugaba a ser novios en mayo. Un muchacho imberbe pretendía a un mujercita guapa y al revés. Quedaban sin guasap ni Facebook. Se encontraban y estaban cogidos de la mano desde las seis y hasta las diez y media. Todo lo que se contaban estaba construido de manera lógica: un sujeto, un verbo y un predicado. Y punto. Era un instante en el que hablaban de lo que sabían, quienes más sabían y ningún lelo discutía cada una de sus decisiones, sobre todo si en la conversación había coronavirus, pagos, deudas, ERTES o planes de desconfinamiento.
Benditos dieciocho, María. Y malditos treinta y siete.

martes, 31 de marzo de 2020

El ruido


Contaba un plumilla de postín que durante este confinamiento escribe poesía. Lo ha logrado tras escuchar el silencio seco de la ciudad. Tiene razón, el verso duro y el argumento veraz, el que agita las vísceras independientemente de si escuece o adula, necesita de este mutismo vírico.
        Para eso y para unas cuantas cosas más, he dejado Twitter y unos cuantos grupos de guasap. Sentí primero un placer casi orgásmico y, después, una inmensa tranquilidad. Aquella huida sin adiós supuso un receso mental justo y necesario para afrontar todo lo demás.
Porque los malos pesan y de los malos hay que separarse, al menos, con un tabique de distancia. Hacen demasiado ruido desde su púlpito y, quizá por eso, muchos otros publican sus necedades, medias verdades y mentiras fehacientes. Estafan igual los clásicos rojo y azul, que los populismos morado y verde (el naranja ya no pinta nada); y todo, con la complicidad de los medios y, sobre todo, de las redes sociales. El chorro de trolas alcanza tal caudal que, buscando un poquito, siempre encontramos la fuente ideal en la que nuestras tripas desean saciarse, aunque lo que salga esté envenenado.
        Y puestos a querer mentir, mintamos: en China han fallecido poco más de 3.000 personas. ¡Ja!. El humo que salía de los crematorios de Wuhan ha evaporado personas anónimas por decenas de miles, sin más recuerdo que un hilito de humo gris.
        Mintamos más: en Italia todos han seguido el confinamiento. Han sido leales a las normas de su presidente. ¡Jaja! Salen más que el camión de la basura. A comprar y a alternar. A lo que les da la gana. Incluso a robar en el sur, donde la gran mayoría comen en negro.
        Sigamos con las falacias: en Alemania han fallecido apenas 200 personas. ¡Jajaja! Quizá porque, como al revés del parchís, cuentas una pero no las veinte anteriores. Cretinos.
        Y qué decir de España: aquí mentimos hasta a los médicos.
Temo por el fin del sueño de una gran UE y temo porque el populacherismo se apodere de una vieja Europa carente de credibilidad política y, lo que es peor, con más miedo que vergüenza. Dan soluciones ridículas a problemas a los que nadie se ha enfrentado. Ni el empresario es un ladrón que da de comer a sus empleados ni los empleados unos santos sufridores. Ni el empresario un misionero generoso ni los empleados unos jetas vagos. Hay de todo en todos los sitios porque la honradez no va ligada al dinero sino a los principios.
La poesía, de momento, no me sale. Será porque el ruido todavía suena demasiado alto.