lunes, 4 de diciembre de 2023

Lo escrito

Escribir es la mejor forma de evadir las miserias sin recurrir al vicio. Escribir y que el aludido lo lea, sólo es comparable con coger una pistola, disparar y matar. Sin ruido pero con mortaja y plañideras. El grito zafio lo endulza el tiempo hasta evaporarlo pero el papel no. El papel, o lo quemas o lo sufres. A tinta y sangre.

Provoca más dolor una nota en la nevera o un guasap durante el desayuno que una bronca entre vidrios. Hubo manuscritos que provocaron amores. Otras divorcios. Papelitos declararon enemistades eternas, matanzas y guerras. Y también salvaron vidas.

Quiero decir que lo importante en el mundo queda escrito y se aprende de lo escrito para que conste entre quienes lo habitan y los que vendrán. Esto lo saben, sobre todo, los nacionalismos: “Dame treinta años de libros de texto y cambio la historia como me plazca”. Los dieron. Ahora lo nuevo es la verdad y lo bueno, sencillamente, lo han olvidado.

Y dicho todo esto, la realidad es que, a pesar de esa importancia vital, el españolito escribe poco y lee menos. Prefiere fanfarronear con palabrería inflamada y la música alta. Prefiere chillar soflamas y cambiar de opinión cuando place. Prefiere llenar todo de ruido aunque, al rato, de las promesas no quede ni rastro. Porque escribir requiere un esfuerzo mental y físico y eso, en una sociedad cada minuto más infantilizada y vaga, cuesta y mucho.

Los cincuenta son los nuevos treinta y los cuarenta, los nuevos veinte. Demasiados cuarentones (no todos, no se me ofendan) trabajan, cobran, conversan, viajan, ligan y, lo peor, piensan como veinteañeros. Huyen de cualquier compromiso que amenace un milímetro su rutina adolescente. La paz en el mundo merece una manifestación y mil sentencias por las redes, pero limitar los sábados de vermú y lo que surja, eso significa una quebranto de la libertad más primaria.

Todo da pereza. Todo. Mientras sirvan gambas casi gratis en la trinchera, seguiremos sesteando. Cuando solo queden patatas, la turba se indignará y querrá trincar de quien las conserve hasta congeladas. Le llamarán capitalista. Miserable. Rata inmunda. Insolidario. Saldrá en manifestación y, después, las querrá robar en nombre de la igualdad y la concordia. Y jamás reconocerá que, cuando uno agachaba el lomo, el otro sólo ponía el cazo.

La verborrea divide al mundo en dos. Los buenos y los malos. Los ricos y la gente. Los explotadores y los trabajadores. Los que sean contra lo que sea. Y yo pienso que tanto limar la sociedad en dos mitades, pronto todo quedará partido pero de verdad. Una pequeña clase preparada, trabajadora y tremendamente rica y una enorme turba que vivirá con muletas cuando sus padres y sus abuelos corrieron como galgos.

Lo del esfuerzo y el trabajo lo escribieron a fuego aquellos abuelos en la mente de sus hijos y nietos. Pero, claro, aquí ya no lee ni el tato.

viernes, 5 de mayo de 2023

Media vida

 

De todo lo que nos ha ocurrido, parece que ha pasado media vida. Porque todo ha pasado demasiado rápido. Pasa y, de repente, pasó. Un desayuno y cenamos. El verde está en rojo y luego en verde. Y en rojo. También pasa un paseo (de domingo), la cafetería y su café, la galletita de cortesía, el tintineo de la cucharilla, el trago y otro trago, la conversación y lo que surja después. Quizá, un abrazo o un beso. Llega la despedida. Y siempre adiós.

Los menos echan de menos parar. Un respiro, aunque lo provoque un atasco impertinente. Quizá los cláxones engullan de forma compulsiva el ruido exterior y aparezca el momento íntimo en el que todo se detiene. Las miserias patrias, las laborales y las domésticas quedan congeladas y surge lo amable. Fuera, dentro y más adentro.

Los abuelos eran sabios. Ellos sabían detener la vida y lo hacían. Julio o agosto sucedían lentos, casi cansinos. La yaya se sentaba en la hamaca despacio. El niño se remojaba en la piscina temeroso. Y el abuelo mataba moscas con saña. El lunes y también el domingo. Se acostaban temprano, sesteaban y no madrugaban. La mente, poco a poco, lograba vaciar cada verbo mal conjugado y cada sustantivo faltón hasta no quedar ni letra. Nada. Y en septiembre, todo olía a nuevo.

Pero nosotros no. Cuando toca mirar al cielo y contar nubes, viajamos para ver mil sitios sin observar ni uno solo de los mil lugares. El puente y el museo. Mira. La catedral y el acantilado. Corre. Y la tienda. Más. Y la Iglesia. Y el farol. Sube. Y el rincón. Venga. Foto. El pub. Bebe y come. Más. La hamburguesa, y el cordero y el codillo. Qué rica. Más. Más. Otra foto. Esta para Instagram.

Los ojos se quedan ciegos de tantos flashes y pulgares azules arriba. De tantos comentarios ruidosos e insípidos. La lengua los suelta sin orden y el saco de la memoria se llena de basura inútil. Pero eso no lo sabes hasta después. Hasta que estás rodeado pero solo, lo confundes todo y recuerdas nada. Hasta que lo único que ilumina aquellos viajes caros es la luz del teléfono móvil.

Él y ella. Ellos. Y ellas. Todos creen vivir tan pegados que casi empañan sus retinas con el aliento. Ignorantes. No saben que entre pantallas hay demasiada distancia. Casi media vida.