viernes, 25 de noviembre de 2022

La cultura de la cancelación

Los versos envejecen mejor que la piel. Vi a Joaquín Sabina contar unas cuantas anécdotas tibias por televisión. Le adularon y él se dejó adular como los más grandes en el partido de homenaje. Tieso como la mojama, dio pena. Pero mucha. Después cantó. O más que cantar, recitó algunas de sus nuevas letras. Eran frases cortas y directas, a las retinas y al corazón. Y ese genio, ya con la sonrisa estirada, casi chiclosa, sonó como nunca. Y como siempre.

            Sabina confiesa que bebió y bebe. Que consumió cocaína, fumó hachís y durmió entre hielos desparramados. Que fue un golfo, vaya. El golfo que compuso Princesa. Y también Peces de Ciudad. Y Tan Joven y tan Viejo. Detrás de un talento maravilloso había (y hay) una personalidad desconocida y, en ocasiones, censurable. Les ocurre a muchos. A los misóginos Picasso o Neruda, quienes pintaron, escribieron y maltrataron. O a John Lennon. O a Plácido Domingo. O al ínclito Bosé. O a mil más.

            Mezclar Imagine y el Gernika con los tachones de otro cuadernillo, por muy gruesos que sean, resulta delirante. Y eso lo aprendieron los abuelos. Hubo un tiempo en el que el pueblo era capaz de diferenciar en un mismo cuadro, las pinceladas excelentes de los brochazos detestables. Retenía la belleza y criticaba lo malo con naturalidad y madurez. Incluso con inconsciencia. Pero ahora, ya no.

            Hoy, los jueces de la moral censuran sin pudor la vida, la obra y el envoltorio como un cuerpo único e indivisible. Si el todo entra dentro de sus parámetros de belleza se convierte en un genio, si no, en el mismo diablo. O en un comunista. O en un fascista. No dan validez al talento si el lote completo no encaja dentro de las reglas mesiánicas que ellos y sólo ellos escribieron encerrados entre cuatro paredes. Y esa sandez casi sectaria, tiene sus consecuencias. 

            Provoca que los extremistas del otro lado (que los hay y demasiados) incluyan bajo el grito de 'libertad' todas sus creencias y ocurrencias, incluidos auténticos delitos de odio recuperados de lo más oscuro del estercolero. Los unos y los otros echan vísceras al muladar, el pueblo hambriento las muerde, y ellos, desde el palco, brindan con copas de cristal de Murano mientras todos se devoran.

            La sociedad camina hacia el revisionismo justiciero y esclavo. También el de piel fina. Contaba un cultureta que en una ciudad de la costa habían fundado la Plaza de la Música porque, quizá, no se atrevían a colocar el nombre de un solista luminoso al que los revisionistas, dentro de un tiempo, cuestionasen sus apellidos y, de paso, pusiesen en peligro un puñado de votos. La bondad insípida como única solución. Y de buenos, parecen desmemoriados. Y de desmemoriados, tontos.

            Lo escuché no hace mucho: de tanto utilizar la cultura como sujeto político, nos olvidamos de leer, de disfrutar y, sobre todo, de aprender con ella. Escucho La Canción más hermosa del mundoLas autopsias, que las haga un forense.

 

miércoles, 26 de octubre de 2022

La terapia del olvido

 

No soy Stephen King pero también tengo un lugar en el que apuntar mis ideas. La lista de la compra y las tareas diarias las anoto en hojas viejas. También en sobres usados, como hacía mi abuela. Lo otro, en un ordenador portátil ligero y limpio. Aquí puedo escribir sin tachones, y eso, para quien tartamudea en cada línea, supone un ahorro de tinta justo y necesario.

            Lo escribo todo porque lo olvidamos casi todo. Lo ocurrido hoy nadie lo recordará mañana; ni el triunfo de los buenos ni las mentiras de los rufianes. La desmemoria mezcla lo mejor (que lo hay y mucho) con la casquería y, al final, el guiso sabe tibio. Pasa los lunes y también los domingos porque la mediocridad no conoce de calendarios ni fiestas de guardar. Los guapos sirven y, demasiados, si colocan pan (sobre la mesa) y circo (en la pantalla), tragan y cagan.

            No culpo. Lo hacemos para sobrevivir. Para respirar.

            Por ejemplo, desde hace un tiempo, un puñado no mastican ternera ni magdalenas y a otro, de repente, les gusta más la sopa de sobre que la merluza fresca. Lo dicen con frío en su estómago pero calor en su verbo. Con firmeza y seguridad. Les entiendo y, creo, ellos a mí. Pensar cada minuto que cada minuto somos una miga más pobres, hurgaría nuestro ego hasta el tuétano. Y por ahí no. Por ese camino no, que para algo nos califican de carrerilla como "la clase media y trabajadora de este país".

            Por higiene mental, necesitamos presumir de lo dulce y girar el rostro frente a las miserias patrias. Y si alguien las denuncia, vocear palabras gruesas para que se achante y, de paso, nadie escuche el tintineo de los cobres en el monedero.

            Dijo Felipe que la verdad no tiene porque ser verdad, sencillamente debe creerlo la mayoría. Un loco predica que la tierra es plana, que ha visto a Elvis mover las caderas y a Jesús Gil en una piscina. Y si el argumentario pueril y ruidoso que lo avala penetra en la manada, se convierte en realidad empírica.

            La solución entiendo está en las aulas. Y también en casa. En la educación con la que derecha e izquierda mercadean como especias persas. La letra T de la Real Academia de la Lengua afirma que todos debemos contar con las mismas oportunidades, por descontado. Pero después, no podemos tener el mismo trato. Al genio de las artes le daría un pincel, de inmediato. Al de las matemáticas, una calculadora. Al desorientado, una brújula. Y al vago, un incentivo corrector. Y cada uno, con esa ayuda o una aguja en el culo, encontrar su propio camino. De no hacerlo, el necio crece siendo un necio para siempre y el currito se desmotiva y deja de ser currito. Y ni unos ni otros huelen bien.

        Lo guardo aquí, como Stephen King anota sus ideas terroríficas en un cuadernillo de espiral. Él las convierte en best sellers y yo me daré por satisfecho si mañana no las olvido.

lunes, 19 de septiembre de 2022

Salud

 

El mesón amaneció con palomas decapitadas. Las plumas, todavía húmedas, servían de felpudo en el comedor de la vieja. Sus manos despreocupadas preparaban con mimo el almuerzo. Plato único, además de pan y agua sobre mantel de hilo.

Las pisó un solterón. Con cincuenta y cuatro junios y sin labor, raciona los cobres como si fueran oros. En su caldo ya no quedan tropezones y sí un futuro gris oscuro, casi negro.

También las pisoteó una gallinita adolescente, imbuida en su pantalla. El amor de su vida le había escrito un guasap; lo de conversar lo dejan para más adelante.

La mamá, el papá y los niños tampoco las vieron, quizá porque sufren de ceguera selectiva. El señorón, con buen salario y mejor verbo, acude los primeros jueves de mes a lo más blando de una pensión. Allí un jovencito musculoso le abre los ojos cuando la familia feliz no mira.

El último comensal chafó las plumas con las suelas pero de sus pies descalzos. Las olas le arrastraron casi desnudo desde muy al sur. Aquí solo ha encontrado una manta con la que malcomer y, después, abrigar las entrañas.

La vieja colocó la olla sobre la mesa y, sin distinción ninguna, todos la devoraron con ansia. Cucharadas y bocados. Masticar, digerir y deglutir. Hasta los sesos. Cuando marcharon saciados, la vieja recogió los platos y, después, rescató las plumas. Bien condimentadas, no tendrían peor gusto que las cabezas. Las tripas tragan con todo.

viernes, 4 de marzo de 2022

Modelo de manos

Los modelos de manos no necesitamos sonreír para ser bellos. Nos cuidamos las yemas y limamos las uñas de forma primorosa. Las lucimos y si nos apetece, las hacemos bailar. Critican, apuntan, señalan y aciertan. También se equivocan, pero menos. Mis manos felices seguro, besan bien. 

Pero un día llegó el invierno. El frío. Los días cortos y las noches sin luna. Los inútiles barritaron muy fuerte, y los modelos de manos, reconozco que cobardones, nos parapetamos bajo unos guantes gruesos. Esa trinchera lanuda evitaba que cualquier bocado de casquería nos ensuciara la piel. La vida resultó cómoda.

Desde allí vimos a truhanes y nos callamos. A tramposos, trileros y versos sueltos, y volvimos a callar. Todavía recuerdo la historia de un sesentón curioso. Cada jueves pasado el mediodía, entra en una pensión de sábanas blancas y conciencias tibias, junto a dos muchachotes de barbita fina. Luego, sonriente, vuelve a su hogar feliz con esposa, hijos, jardín y perrito.

Le vi una o mil veces, no recuerdo bien. Sí que callé en todas. En otro tiempo quizá le hubiera abofeteado con la palma abierta o apuntado con el dedo índice o acariciado la barbilla con mimo, pero callé. Con las manos en los bolsillos se vive estupendamente. 

Ocurrió con aquel bigotudo y con más. Con un bicho casi eterno, la invasión de un tirano, mil gobernadores del lejano oriente y del pueblecito de al lado o la basura del vecino sacada antes de las ocho. Callé y callamos ante cada tropelía porque a todos nos gusta dormir prontito aunque para conciliar el sueño, bajemos la persiana. 

Pero cuando más calentito estaba en mi atalaya, la vida me ha invitado a tomar un café. Negro. Denso. Aromático. Duro.

Algunos alzaron la tacita con un anillo en París, otros durante una cena frugal y unos pocos sobre el colchón correcto. A mí me lo han servido en un paritorio. Pesa seis kilos, se llama Jon y jamás pienso volver a vestir guantes.