viernes, 29 de agosto de 2014

Elecciones literarias

         Estoy muy nervioso. Quizá demasiado.
Ayer cené poco. Cinco espárragos verdes fritos, ocho o diez daditos de jamón fritos y un vasito de vino castellano (diminutivo en todo). Mi paladar está de luto preventivo y yo le mimo con un menú cuartelero pero sano.
Y explico mi inquietud. Me quedan cuarenta y dos páginas de Pantaleón y las Visitadoras  por leer. Sólo cuarenta y dos y llegará el contraportazo (sonoro por supuesto) a mi paseo trepidante de un par de semanas por las aceras latinas de un pueblo repleto de salidorros entrañables. Fin.
 Para un libro no hay resurrección ni más allá. Muerte dulce o amarga y punto. Sin autopsia. Su cadáver caliente lo recoge el Señor de las librerías perdidas. Este viejo de barbuza canosa y tos nicotinada lapida al recién fallecido en cualquier limbo horizontal (el mío blanco Ikea). El muerto lucirá su lomo y no su rostro en lo oscuro del pasillo para los restos. Y nada más. Exhibicionismo necrosado.
Mañana (o pasado) tendré que elegir una portada entre demasiadas posibilidades y eso me produce arritmias: responsabilidad infravalorada. Subestimada. Minusvalorada. Escoger un nuevo mundo en el que comer, amar, odiar y respirar, durante unos días o semanas, sin más consejo que un breve parrafito de todo a cien me da pavor. Quizá por cobardía busco aventurillas cortas. Vidas delgaditas como la de Pantaleón. Si fallo, las consecuencias las escribo con minúsculas. Señoritas de unas cuantas noches, no muchas, hasta que la muerte nos separe: hoy duermo contigo aunque el cepillo de dientes esté solito y single.
Propongo un curso mensual y obligatorio de elección de libros, preferiblemente en otoño, para niños de piruleta en espiral, teenagers, señores de canas en permanente marejada y mayores con bastón de madera oscura.
A mí me han estafado con palabrería barata demasiadas veces. El trilero Kundera me engatusó con más de trescientas cincuenta páginas de presunta filosofía de vida en una Praga invisible e irreal. Altivo y aburrido. Continente sin contenido.
Hubo otro de quien me enamoré perdidamente con su primera novela: Nick Hornby. Me obsesionó su Alta Fidelidad hasta el punto de dilatar la aventura semanas para que la reconquista de su amada tuviese el mejor beso de tornillo y el mejor concierto con cinco principales. Mea culpa. Estiramiento artificial con cinco fuegos artificiales. Sus lucecitas de colores desaparecieron en segundos. Sólo era feliz si Nick Hornby era feliz aunque yo no fuese feliz. Alta Fidelidad ha sido el libro de mi vida. Hoy, pasado el duelo, pienso que mi relación con Rob Fleming fue insana y tóxica.
Afortunadamente leí una segunda novela parida en su portátil sajón: Juliette desnuda; y ahí se acabó todo. De un plumazo. No me engañarás más.
         Y me topé al Trueba sin Óscar, a David. Cuatro amigos. Amor tranquilo, sin sufrimientos ni estridencias, dulce, tibio y apasionado en ocasiones. Escribe poco y bueno. Es importante querer e igual de importante es sentirte querido. Piropos con voz templada y, de cuando en cuando, un salpicado de gotas de locura. No hace falta pagar billetes transoceánicos para viajar a otros mundos. Una simple furgoneta con un GPS actualizado al norte y al sur es suficiente para vivir feliz.
         De Tokio Blues, hablamos y penduleamos otro día. Murakami. MURAKAMI. Hasta entonces intentemos ser felices.