miércoles, 26 de octubre de 2022

La terapia del olvido

 

No soy Stephen King pero también tengo un lugar en el que apuntar mis ideas. La lista de la compra y las tareas diarias las anoto en hojas viejas. También en sobres usados, como hacía mi abuela. Lo otro, en un ordenador portátil ligero y limpio. Aquí puedo escribir sin tachones, y eso, para quien tartamudea en cada línea, supone un ahorro de tinta justo y necesario.

            Lo escribo todo porque lo olvidamos casi todo. Lo ocurrido hoy nadie lo recordará mañana; ni el triunfo de los buenos ni las mentiras de los rufianes. La desmemoria mezcla lo mejor (que lo hay y mucho) con la casquería y, al final, el guiso sabe tibio. Pasa los lunes y también los domingos porque la mediocridad no conoce de calendarios ni fiestas de guardar. Los guapos sirven y, demasiados, si colocan pan (sobre la mesa) y circo (en la pantalla), tragan y cagan.

            No culpo. Lo hacemos para sobrevivir. Para respirar.

            Por ejemplo, desde hace un tiempo, un puñado no mastican ternera ni magdalenas y a otro, de repente, les gusta más la sopa de sobre que la merluza fresca. Lo dicen con frío en su estómago pero calor en su verbo. Con firmeza y seguridad. Les entiendo y, creo, ellos a mí. Pensar cada minuto que cada minuto somos una miga más pobres, hurgaría nuestro ego hasta el tuétano. Y por ahí no. Por ese camino no, que para algo nos califican de carrerilla como "la clase media y trabajadora de este país".

            Por higiene mental, necesitamos presumir de lo dulce y girar el rostro frente a las miserias patrias. Y si alguien las denuncia, vocear palabras gruesas para que se achante y, de paso, nadie escuche el tintineo de los cobres en el monedero.

            Dijo Felipe que la verdad no tiene porque ser verdad, sencillamente debe creerlo la mayoría. Un loco predica que la tierra es plana, que ha visto a Elvis mover las caderas y a Jesús Gil en una piscina. Y si el argumentario pueril y ruidoso que lo avala penetra en la manada, se convierte en realidad empírica.

            La solución entiendo está en las aulas. Y también en casa. En la educación con la que derecha e izquierda mercadean como especias persas. La letra T de la Real Academia de la Lengua afirma que todos debemos contar con las mismas oportunidades, por descontado. Pero después, no podemos tener el mismo trato. Al genio de las artes le daría un pincel, de inmediato. Al de las matemáticas, una calculadora. Al desorientado, una brújula. Y al vago, un incentivo corrector. Y cada uno, con esa ayuda o una aguja en el culo, encontrar su propio camino. De no hacerlo, el necio crece siendo un necio para siempre y el currito se desmotiva y deja de ser currito. Y ni unos ni otros huelen bien.

        Lo guardo aquí, como Stephen King anota sus ideas terroríficas en un cuadernillo de espiral. Él las convierte en best sellers y yo me daré por satisfecho si mañana no las olvido.