lunes, 1 de diciembre de 2014

De menús caros

            Adoro las lentejas de mercadillo. Es un gusto irracional llegado desde lo más hondo de mi fino paladar; con chorizo, morcilla, pimiento o patata. Y también me encanta el caviar de beluga. Ruso y ex rojo. Sin hoz ni martillo. Excelente y caro. Delicioso y, casi siempre, inalcanzable.
         Ayer encontré gentes que sólo comen lentejas y lucían su menú monocromático como un don exclusivo y único. Me enervaron. Esos mequetrefes miraban desafiantes desde su púlpito al que comía langosta y olía a Rochas. Negaban su honradez y cuchicheaban insultos. Pijo. Ladrón. Estafador. Malo. Enchufado. No admitían la cábala positiva; ni siquiera le cedían un bocado de duda. Es un cabrón y punto. Y yo me rebelo.
         Un equilibrado menú mileurista durante milenios es la solución del necio. Café de máquina para todos. Todos pobres y todos honrados para siempre. Y no. Yo quiero ser feliz, humilde, millonario y triunfador. Quiero comer judías porque me gustan y no por obligación; y, de cuando en cuando, encender el fogón del Bulli porque me da la gana.
         Mirémosles a los ojos y ellos bajarán su rostro a nuestros pies limpios. Los falsos pobres me indignan. Ese jovenzuelo con mentón al alza que insulta al vecino conquistador debería ir inmediatamente al calabozo de los necios por inepto. Que repita cursos de educación. Que bipitan o tripitan si es necesario porque restan a una sociedad que debe multiplicar panes y peces. Con coleta o sin ella el objetivo de todos debe ser medir un puñado de centímetros más cada año. Elevemos al cubo nuestra altura y comamos langosta, salmón ahumado o sin ahumar. Yo estiro el cuello como una avestruz.  
El café malo para todos sin anestesia es algo muy común en los comedores españoles: yo soy mileurista y tú también: te fastidias.

Que se joda mi brigada que hoy no como rancho.  

viernes, 29 de agosto de 2014

Elecciones literarias

         Estoy muy nervioso. Quizá demasiado.
Ayer cené poco. Cinco espárragos verdes fritos, ocho o diez daditos de jamón fritos y un vasito de vino castellano (diminutivo en todo). Mi paladar está de luto preventivo y yo le mimo con un menú cuartelero pero sano.
Y explico mi inquietud. Me quedan cuarenta y dos páginas de Pantaleón y las Visitadoras  por leer. Sólo cuarenta y dos y llegará el contraportazo (sonoro por supuesto) a mi paseo trepidante de un par de semanas por las aceras latinas de un pueblo repleto de salidorros entrañables. Fin.
 Para un libro no hay resurrección ni más allá. Muerte dulce o amarga y punto. Sin autopsia. Su cadáver caliente lo recoge el Señor de las librerías perdidas. Este viejo de barbuza canosa y tos nicotinada lapida al recién fallecido en cualquier limbo horizontal (el mío blanco Ikea). El muerto lucirá su lomo y no su rostro en lo oscuro del pasillo para los restos. Y nada más. Exhibicionismo necrosado.
Mañana (o pasado) tendré que elegir una portada entre demasiadas posibilidades y eso me produce arritmias: responsabilidad infravalorada. Subestimada. Minusvalorada. Escoger un nuevo mundo en el que comer, amar, odiar y respirar, durante unos días o semanas, sin más consejo que un breve parrafito de todo a cien me da pavor. Quizá por cobardía busco aventurillas cortas. Vidas delgaditas como la de Pantaleón. Si fallo, las consecuencias las escribo con minúsculas. Señoritas de unas cuantas noches, no muchas, hasta que la muerte nos separe: hoy duermo contigo aunque el cepillo de dientes esté solito y single.
Propongo un curso mensual y obligatorio de elección de libros, preferiblemente en otoño, para niños de piruleta en espiral, teenagers, señores de canas en permanente marejada y mayores con bastón de madera oscura.
A mí me han estafado con palabrería barata demasiadas veces. El trilero Kundera me engatusó con más de trescientas cincuenta páginas de presunta filosofía de vida en una Praga invisible e irreal. Altivo y aburrido. Continente sin contenido.
Hubo otro de quien me enamoré perdidamente con su primera novela: Nick Hornby. Me obsesionó su Alta Fidelidad hasta el punto de dilatar la aventura semanas para que la reconquista de su amada tuviese el mejor beso de tornillo y el mejor concierto con cinco principales. Mea culpa. Estiramiento artificial con cinco fuegos artificiales. Sus lucecitas de colores desaparecieron en segundos. Sólo era feliz si Nick Hornby era feliz aunque yo no fuese feliz. Alta Fidelidad ha sido el libro de mi vida. Hoy, pasado el duelo, pienso que mi relación con Rob Fleming fue insana y tóxica.
Afortunadamente leí una segunda novela parida en su portátil sajón: Juliette desnuda; y ahí se acabó todo. De un plumazo. No me engañarás más.
         Y me topé al Trueba sin Óscar, a David. Cuatro amigos. Amor tranquilo, sin sufrimientos ni estridencias, dulce, tibio y apasionado en ocasiones. Escribe poco y bueno. Es importante querer e igual de importante es sentirte querido. Piropos con voz templada y, de cuando en cuando, un salpicado de gotas de locura. No hace falta pagar billetes transoceánicos para viajar a otros mundos. Una simple furgoneta con un GPS actualizado al norte y al sur es suficiente para vivir feliz.
         De Tokio Blues, hablamos y penduleamos otro día. Murakami. MURAKAMI. Hasta entonces intentemos ser felices.   

viernes, 11 de abril de 2014

Morenos y rubias

Por fin las morenas y morenos se lucen. Lo he visto por la mañana y por la tarde de los dos últimos días. Es mi opinión. Si me equivoco pido disculpas a las rubias y rubios, pero creo que ellos ya apestan a hedor de antipolillas. Desde mi sofá biplaza oigo a morenas y morenos que canturrean y se visten de domingo. Sonrío y abro la ventana de aluminio dorado desde las siete de la tarde y en adelante; les escucho sin fronteras cristalinas. Y es que el tiempo del zaragozano y zaragozana alvino y fumador de frío se ha agotado. Independencia, Gran Vía y demás aceras cuadriculadas llevan un par de días repleta de morenas y morenos en camiseta de algodón y dibujo feliz.  
Personalmente creo que se han adelantado un par de semanitas o tres. Ellos son así de desvergonzados, pero es una simple opinión, no seré yo quien les impida salir a presumir sus sandalias de suela fina. Pienso que todavía tendremos un puñado de días (no más) de rubias trasnochadas por la calle con la nariz roja y las puntas de los pies húmedas antes de que los morenos gobiernen de seguido hasta el final de los Pilares y no antes.
En Zaragoza no hay castañas ni castaños porque esos tintes se lo dejamos a otra gente. A los aburridos norteños, por ejemplo, donde no saben lo que es un caldito de salmón de piscifactoría con unas gotitas de misterio a cero grados ni abanicar los aires oscuros de las once de la noche a más de treinta y cinco. Ellos son tibios y nosotros calientes o fríos. En Zaragoza jamás pintamos en gris.  

jueves, 16 de enero de 2014

Sin sentidos

Los cinco sentidos me obsesionan.
Apestamos a conformismo. Aroma de cobardes. Pánico a que la vida vire hacia capitales desconocidas y no guardemos un visado de vuelta pegado en la frente. Hedor a vértigo. Julieta pareció inclinar su tez para que Romeo pudiese oler su lóbulo derecho. El muchacho arriesgó. Eligió blanco sin pensar en derivadas. Todo o nada. Salió todo porque la nada hubiera sido mirar al suelo. Allí sólo había tierra seca.
Ayer acerqué uno de mis oídos a la ranura de mi hucha. La agité con fuerza a izquierda y derecha. Sonaban los ecos de una voz adormilada: palabrería y no hechos. Hoy escucho canciones estúpidas mientras el pariente exprime ocho veces un limón para disfrazar la peste a sardina de cubo de mi menú de domingo. Romeo susurró en el oído de Julieta un te quiero. Sonó dulce. Poco importaba que los tambores de guerra engullesen la melodía de Mark Knopfler.
Parpadeo. Aguantar la mirada sin pestañear hacia una baldosa pisoteada me desespera. Lloremos por dentro. Mucho trilero aprovecha mi puerta y mi ventana abiertas para llevárselo todo. Parpadeemos porque en cada parpadeo nacen crecen se reproducen y mueren unos segundos de escenarios vacíos en los que podemos colocar el atrezzo que nos plazca. Julieta y Romeo se miraron. Ellos no pestañean. Detrás había nada.
La olla está congelada. Donde antes todo ardía ahora crece un hielo infame que ni los nietos (quien pueda tenerlos) serán capaces de quebrar. En nuestros dedos hay demasiada piel cuarteada y muy poca pluma sin faltas de ortografía. Yo me resisto. Romeo palpó su pómulo y desde ahí continúo. Perdido en el laberinto más hermoso decidió abandonar la brújula para jamás encontrar una solución. Espejos y no cristales. Julieta sin salida.
Los huevos de la gallina vieja saben a bilis. El bicho languidece mientras el resto añoramos el regusto a salmón fresco y vinito afrutado. Arrojaría cal viva sobre lenguas acostumbradas al rico chocolate suizo. Talento desperdiciado. Romeo y Julieta se besaron. Romeo y Julieta se amaron incluso cuando la senda se encogía. Amor dulce y eterno. Boda roja.
Romeo y Julieta agonizan. Está anocheciendo.