domingo, 21 de octubre de 2018

Los sábados por la mañana



Los sábados por la mañana son algo muy serio. Los niños y las niñas acuden al patio a corretear detrás de una pelota, los jovenzuelos se toquetean mientras duermen la mona bajo el edredón y los padres colorean la nevera ayudados por los cobres de los abuelos. Hacia las dos y media de la tarde, todos juntos comparten mesa, mantel y servilleta de tela. Delante de la ensaladilla unos, otros, los otros y los demás se cuentan lo ocurrido el sábado por la mañana. Sin tibiezas. Los silencios los rellenan con un golazo inolvidable o un beso apasionado. La mesa del salón supone su lugar donde regresar. Los sábados por la mañana son algo tan serio que quienes atravesamos un periodo de entreguerras sufrimos pánico por entrar en esa espiral tan esclavista como apasionante.
He acudido al Mercadona y he visto como una par de pajarillos de corral (gallina y gallo) llenaban su carro con leche, galletitas, una redecilla de cebollas, pañales, además de un puñado de kilos de verdura verde y carne roja. El color naranja lo ponían las zanahorias. El papá y la mamá han aprovechado una oferta de tres por latas de atún en aceite de girasol, además de una cantidad ingente de papel higiénico. En su casa una legión de culitos finos pretende alcanzar la brillantez más absoluta.    
Soltero circunstancial y temporal, en mi cesta apenas había un paquete de gulas, pasta, cerveza de marca, un chuletón, salsa de setas, setas trompetilla naturales y jamoncito bueno; todo muy gourmet, muy chic, muy molón y, sobre todo, single. He cocinado con mimo y cariño, con cuidado y tiempo. Hacia las tres y media de la tarde me lo he comido todo, sin más ruidos ni interferencias que el sonido casi caníbal del tenedor y el cuchillo raspando la vajilla de IKEA.
La soledad voluntaria está minusvalorada. Hay demasiado ruido innecesario en nuestro alrededor y, de vez en cuando, es obligatorio un ratito de silencio. La mierda acumulada en nuestras rutinas apesta y nos impide distinguir el verbo útil de la mediocridad. Los perros ladran de lunes a viernes y los dueños cobardes sólo miran al cielo para resguardarse de la lluvia. Los soldaditos rasos lo único que pueden hacer es saltar entre baldosas para no pisar los cepos de los malos ni las cagadas ajenas.
Después de una buena comida, la siesta resulta necesaria con una película de serie B como fondo. Y luego sí, el cuerpo pide de nuevo ruido, que el cielo vuelva a tronar. De momento suena Carolina Durante, un grupito que huele fuerte y limpio. Los tibios se conforman con lo de siempre. Viven en la mediocridad hasta que su copla caduque. Radio Olé suena bien en las fiestas de agosto y poco, pero no un sábado por la tarde y menos de madrugada. Ellos, los españolitos de pro, no salen de la 94.0 y la sintonizan a todas horas acomodados en ese círculo de confort.  
 El café, la música y la vida deben consumirse calientes o frías, jamás templada porque cuando los tibios las meen, en los rincones nadie lo notará.