martes, 31 de marzo de 2020

El ruido


Contaba un plumilla de postín que durante este confinamiento escribe poesía. Lo ha logrado tras escuchar el silencio seco de la ciudad. Tiene razón, el verso duro y el argumento veraz, el que agita las vísceras independientemente de si escuece o adula, necesita de este mutismo vírico.
        Para eso y para unas cuantas cosas más, he dejado Twitter y unos cuantos grupos de guasap. Sentí primero un placer casi orgásmico y, después, una inmensa tranquilidad. Aquella huida sin adiós supuso un receso mental justo y necesario para afrontar todo lo demás.
Porque los malos pesan y de los malos hay que separarse, al menos, con un tabique de distancia. Hacen demasiado ruido desde su púlpito y, quizá por eso, muchos otros publican sus necedades, medias verdades y mentiras fehacientes. Estafan igual los clásicos rojo y azul, que los populismos morado y verde (el naranja ya no pinta nada); y todo, con la complicidad de los medios y, sobre todo, de las redes sociales. El chorro de trolas alcanza tal caudal que, buscando un poquito, siempre encontramos la fuente ideal en la que nuestras tripas desean saciarse, aunque lo que salga esté envenenado.
        Y puestos a querer mentir, mintamos: en China han fallecido poco más de 3.000 personas. ¡Ja!. El humo que salía de los crematorios de Wuhan ha evaporado personas anónimas por decenas de miles, sin más recuerdo que un hilito de humo gris.
        Mintamos más: en Italia todos han seguido el confinamiento. Han sido leales a las normas de su presidente. ¡Jaja! Salen más que el camión de la basura. A comprar y a alternar. A lo que les da la gana. Incluso a robar en el sur, donde la gran mayoría comen en negro.
        Sigamos con las falacias: en Alemania han fallecido apenas 200 personas. ¡Jajaja! Quizá porque, como al revés del parchís, cuentas una pero no las veinte anteriores. Cretinos.
        Y qué decir de España: aquí mentimos hasta a los médicos.
Temo por el fin del sueño de una gran UE y temo porque el populacherismo se apodere de una vieja Europa carente de credibilidad política y, lo que es peor, con más miedo que vergüenza. Dan soluciones ridículas a problemas a los que nadie se ha enfrentado. Ni el empresario es un ladrón que da de comer a sus empleados ni los empleados unos santos sufridores. Ni el empresario un misionero generoso ni los empleados unos jetas vagos. Hay de todo en todos los sitios porque la honradez no va ligada al dinero sino a los principios.
La poesía, de momento, no me sale. Será porque el ruido todavía suena demasiado alto.

jueves, 26 de marzo de 2020

Nubenegra


No es necesario que me digas cada minuto que todo es una mierda. No, por favor. Porque ya lo sé. Porque que repitas una y otra vez que todo apesta, me resulta cansado y cansino. Porque yo lo he hecho, he sido un nubenegra de manual y me he agotado. Porque tú eres más listo y más inteligente que el resto de la humanidad pero tu músculo apenas llega para limpiarte la nariz y el culo por las mañanas. Porque estoy harto, hasta de mi mismo.
        Mi mente se encuentra al borde del colapso. Acumulamos tal carga de cuñados, cenizos, abogaditos de secano, defensores de errores groseros y vergonzosos, y tipos que piensan que comprar en China es lo mismo que bajar al chino que, en cualquier momento, caeremos enfermos pero de intoxicación auditiva. Sólo sabemos decirnos que somos feos, que el vecino huele mal y aplaude peor. Que somos inútiles, vaya. De esta saldremos repletos de mordiscos, los primeros los está dando la gente sana.
        En La Línea de la Concepción, un puñado de malnacidos apedreaba un autobús repleto de abuelos enfermos. Eran niñatos y niñatas de mierda, con gorra, pantalón de chándal Adidas, el rostro oculto bajo un pañuelo y la propina de mamá en el bolsillo. Gentuza nauseabunda. Ellos han introducido una carga vírica en la autoestima de los yayos más importante que la del bicho en los pulmones: el rechazo. Ellos, que deberían estar pensando qué hacer para arreglar esto, insultan a quienes les pagan el postre los domingos y las judías los lunes. Miserables.
        También escuché que la empresa MRW cobraba un trayecto Barcelona – Zaragoza con unas cajitas con material sanitario entre hospitales por 1.700 euros. Y esa usura también me enerva.
        Todo ha colmado mi mente y mi cuerpo. Lo ha hecho explotar. Asumo que el futuro es negro. Pero ahora y también después, necesitaremos buenas acciones que amortigüen cada golpe de realidad en la yugular de los hospitales y luego del INAEM.
        Yo lo primero que haré cuando esto acabe será viajar a un Balneario. Escucharé el silencio voluntario. Luego beberé buen vino y comeré unas carrilleras. Y luego quizá pida una copita de ginebra buena.   
Si no dejamos de vomitar esta boza maloliente y la sustituimos por unas cucharadas de sueños anteriores al bicho, dudo que lleguemos cuerdos a pasado mañana. Quien no quiera, ruego a las ocho en punto, se tire por la ventana. Yo le estaré aplaudiendo.

viernes, 20 de marzo de 2020

La necesidad


           
Necesito Sálvame, el de verdad. Ese en el que todos se pegan con todos durante cuatro horas, en el que se muerden y se devoran, practican canibalismo televisivo y, luego, cuando la sangre se desliza por la comisura del labio y gotea sobre el guión, la voz pacificadora del presentador resurge para que las heridas cicatricen de forma casi mágica.  
Necesito una buena ración. Que hablen de Paquirrín, de Rociíto, de La isla de los famosos y de la Pantoja. De cualquiera. Que lo mezclen todo. Y si no existen tramas, que las inventen. La verdad y la mentira es una palabrita menor estos días de realidades salvajes. Lo sabré perdonar, lo prometo. Y lo haré por pura necesidad. Necesitamos almorzar fiemo sabroso que, al menos durante un rato, disperse el hedor vírico. Porque ya sé que no puedo salir de casa. Sé que la responsabilidad es mía. Sé que esto es una maldita guerra que se va a llevar por delante las vidas de miles. Lo sé. Y lo siento en el alma. Pero necesito que mi mente simple descanse.
          Sobra casi todo. Y falta casi de todo. Cada día es una batalla de las personas con sus miedos y los de sus contactos en redes sociales. Los de la televisión y la radio. Y los del guasap. Ahí caen bombas cada segundo, reales e inventadas, y resulta demasiado complejo discernir lo malo de lo peor. Para eso necesitamos un lorito que durante un rato, sencillamente, píe.
Contaban que en la Guerra Civil, en las retaguardias, los soldados gastaban todo el dinero ganado en el frente durante sus permisos de veinticuatro horas. Lo fundían en alcohol y en sexo. En distracciones y en vicio. Lo hacían porque no sabían si existiría mañana y, también, para olvidar lo que ocurrió ayer.
        La sobre información es peligrosa, raciónenla. Lean. Escuchen música. Dialoguen. Escriban. Caminen. Aplaudan a las ocho. Y estudien. Yo me he bajado los apuntes de psicología y he pagado la prematrícula. Quizá, cuando esto acabe, que acabará, será la profesión más demandada.

lunes, 16 de marzo de 2020

Los bichos


         Lo peor de todo es la incertidumbre. No saber si el bicho está aquí dentro o todavía no. O si se ha marchado. O si volverá. O cuándo acabará todo. Lo escribo después de siete días aislado en casa (y los que quedan), tres de ellos con fiebre y algo de tos. Ahora estoy bien. Sí, estoy bien, coño. Toso un poco, pero estoy perfectamente. El problema radica en no saber qué pasará mañana, porque cada minuto el decorado cambia tanto, que los nuevos colores resultan irreconocibles para los ojitos de un ignorante como yo (y como tú). Jamás hemos vivido nadie una historia así (ni Fernando Simón, ni el ministro Illa, ni quienes todo lo saben, ni los que saben nada, ni la perra miserable Ponsantí). Nadie. Lo único que hacemos es dar pasos sin más certezas que las tristezas ocurridas ayer. Y ayer muchos, nos equivocamos.
No lo creímos. Nos informaron mal y, aunque nos hubieran informado bien, de nada hubiera servido. La ola venía y nosotros comíamos, bebíamos y reíamos, de tardeo y de nocheo. La ola venía y todos seguíamos sentados. La ola venía y dormíamos a pierna suelta. Un loco gritó y le callamos por impertinente. La ola vino y nos hemos ahogado. El maldito bicho cruzó los Urales, los Alpes y el túnel de Canfranc, ha pinchado el flotador e infectado hasta nuestras sombras. Las de todos.
La gente sana, por muy oscura que sea, resistirá. Los mediopensionistas, también. Pero los más mayores y débiles no. Muchos caerán. Lo siento por los viejos, en el alma. Porque marcharán solitos en una habitación de hospital sin más despedida que un sanitario envuelto en un frío plástico blanco. Hablamos con una frivolidad de la edad que asusta: “Un abuelo menos”. Claro, hijo de puta, porque no es el tuyo. Porque no eres tú. Porque tu mente enferma empieza y acaba con tu culo limpio gracias al papel que has acumulado a escondidas. Y de eso quizá tenemos mucha culpa los medios que damos cifras de muertos como resultados futboleros y siempre con apellido: patologías previas. Me cago yo en las patologías previas. Que un pobre anciano con asma podría vivir diez años más si no fuese por la invasión de este puto bicho.
En casa estoy parapetado por si viene o ha venido, que no lo sé. Y aquí estaré. Tengo internet, tengo comida y tengo papel y tengo a Amaia. Los abuelos fueron a la guerra obligados sin nada de eso. Y volvieron. Volveremos.