jueves, 21 de enero de 2016

El Españolito

         El mercadeo es humano. Desde los siglos de los siglos el señorito (da igual su pasaporte) vende al señorito lo que desea; y sus caudales y joyas fluyen por doquier en una nube de trueques y ventas por encima y por debajo del tapete. Hasta ahí todo normal (o no).
Pero el españolito (que no el español) ha dado un paso más en esto del trapicheo. Escucho que en el escándalo Acuamed las constructoras costearon a cambio de favores y licitaciones una implantación de pelo para el mandamás contratante. Desde entonces Fulano de Tal luce una tupida cabellera a coste cero para sus arcas, millones para el erario público e infinito para la desvergüenza ciudadana. Pero a Fulano le da igual; cada mañana atusa su pelo con mimo sin más preocupación que el champú revitalizante y las titis que puede enamorar con su nuevo peinado.
Anteayer una panda de tramposos con corbata pagaron masajes filipinos, tangas de hilo, batas, comilonas, suites, jacuzzis con espuma, borracheras de marca y putas con una Tarjeta Black pagada por un Gran Hermano que nadie conocía sin impuesto alguno. Economistas de relevancia, sindicalistas, ex ministros Ratos, banqueros de alta gama y demás ocultaron sus ojitos entre las tetas de las prostitutas para no saber quién era el mecenas de aquellos lujosos lupanares ni el pagador de sus tributos y gravámenes. Asco.
Y si no parpadeamos volvemos a ver al hampa Pujol con su libretita de cuadros en la que apuntaba mordidas de muchos ceros con billete a Andorra a cambio de concesiones; a un parlanchín de pelo rizado canoso y gafas que daba lecciones en televisión mientras mordisqueaba el fruto de la Púnica Granatum en la Comunidad de Madrid; a un Monedero que se salvó sobre la bocina vía declaración complementaria con hedor a café venezolano; al trinque andaluz, quienes entre rebujito y pescaíto se llevaban el dinero de los cursos de formación a parados. No me olvido del Albondiguilla y la reforma de una sede en Génova estucada con pintura blanca y fondos negros, de la Gürtel, cinturón si traducimos esa palabreja del alemán (Señor Correa, por si no se ha enterado); y así una lista infinita de robos y escarnios a la pecera de todos con un elemento común: el esperpento añadido al robo.
Cada escándalo que resuena en nuestras imprentas guarda en su partitura una banda sonora Berlanguiana que nos hace diferentes. El folclórico nacional no sólo roba sino que, además, saca su miembro viril y orina en nuestras calaveras sin pudor demostrando que hace lo que quiere, cuando quiere y porque le da la gana. La casta que decía aquel no entiende ni de colores ni de siglas sino de una cultura tan arraigada que en cualquier rincón a izquierda y derecha sale un listillo maestro del milagro de los panes y los peces.
Queridos, estamos en un país que ha ovacionado la silueta tripona de Jesús Gil a lomos de Imperioso y ha besado el anillo a mangantes y rufianes con verbo irregular y nula ética. No aprendemos. El trinque es un mal endémico en el humano de cualquier país pero que encima se ría en nuestra cara es denominación de origen españolito.

   Del mercadeo de escaños y sillones en el Congreso hablamos otro día. 

martes, 12 de enero de 2016

El entierro del salmón

            Las peras me encantaban. Suaves y jugosas; algunas carnosas, otras dulces o secas pero todas nutritivas y sabrosas. Compré kilos y kilos de peras, también de las pequeñas y riquísimas sanjuaneras que, tímidas ellas, sólo se asoman al calorcito de junio y julio. Una pera, dos y tres. Y hasta mil. Las engullí con la voracidad de un ogro glotón. Después aflojé mi cinturón para que todas disfrutasen de su parcelita cómoda en la amplitud del estómago. Un día, creo que de abril, me harté. Nunca más comí peras. Ahora, a parte, de Apple (¡jaja!) no tengo más relación con la fruta que una testimonial conversación de ascensor en la macedonia del día de Navidad.
         Luego devoré gulas. Angulas de trilero que cualquier jovenzuelo recién emancipado utiliza para anestesiar su conciencia cuando redescubre entre la basura las cajas de cartón grasientas y translúcidas de una cena previa a un botellón verbenero. Las gulas las mezclé con huevo, en ensalada y con jamón; con beicon, olivas, gambas y una picadita de ajo frito. Incluso crudas. Su polivalencia me entusiasmaba. Me volví loco; loco de atar por esta pasta con cresta teñida. Las mastiqué y paladeé a diario; mañana, tarde y noche. Incluso alguna madrugada de invierno sirvió de esponja sobre el penúltimo brebaje que había ensuciado mi lengua. Una o un millón, la gula es uno de esos bocados por los que hubiera hincado rodilla, mentón arriba, pecho inspirado y alianza en la mano. Pero también me hastiaron.
         Y luego llegó el salmón. Mi querido salmón al que tanto he citado en este blog. Rosáceo y nutritivo, algo grasiento pero muy energético me conquistó por su sinceridad. Nunca engañó con sus espinas. Eran grandes y visibles ante cualquier miope sin vidrios. El salmón era un pez sincero, de los que va de cara. Lo suficientemente sabroso para no necesitar cuatro cucharadas de salsa tramposa y lo suficientemente dócil para admitir, a su lado, una rica tártara sin malas caras ni enfados. A juicio del comensal. Pero querido salmón, ha llegado la hora de tu entierro.
Te amortajo con unas gotas de limón exprimido y una cebollita pochada a modo de plañidera. Eres un sucio cobarde que ha vuelto el pescuezo cuando el agua ha empezado a enfriarse. Después te has dado la vuelta, hacia atrás, río arriba, a revivir lo bueno y lo malo en lugar de discurrir en meandros repletas de anzuelos con gancho picudo y ricas gambitas sin gabardina.  
Acepto e incluso aconsejo mirar atrás, cuantas veces sea necesario, pero con los pies quietos. Las huellas ya marcadas en el parqué de algún apartamento que ofreció ricos desayunos deben quedarse ahí, como las de Armstrong y Aldrin en la luna, por los siglos de los siglos y amén.
Eso sí, aconsejo llevar en el bolsillo una libreta y un bolígrafo hasta las trancas de tinta china con el que anotar lo importante. Cualquier consulta o duda que surja unos kilómetros más adelante la resolveré con mis ojos y mi memoria, sin girar los pies. Lo apunto y no olvido. Todo. Todo.

Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. No lo digo yo, lo dice un poeta: Joaquín Sabina.