domingo, 5 de diciembre de 2010

Profesionales del sexo, amateur del resto

Aquí me llamo Gladis y soy puta. Acaba de pagarme mi último cliente. 80 sucios euros por media hora encima de un viejo borracho con más ganas de vomitar e insultarme que de follar. Siento mi vocabulario. Los casi 10 años en un colegio de monjas clarisas resultaron el peor de los desperdicios.

Gladis es el nombre más sugerente que se me ocurrió minutos antes de hacer mi primer servicio en la calle. Lo comparo con un traje, muy sugerente por cierto. Me viste cuando cruzo el dintel de mi lupanar y me lo quito en el mismo momento que pongo mis tacones en la calle.

Desde hace un puñado de años mi vida se escribe sobre papeles sucios y con plumas gastadas. Porque mil veces me he quedado sin tinta y lo peor, mil veces me ha faltado otro cartucho para cambiarla.

Todavía recuerdo mis primeras noches en la calle Montera. Estábamos ordenadas como un ejército. Las veteranas en los portales más grandes, las novatas en las esquinas más sucias. Si yo dijera los personajes que acercaron en busca de un polvo medicinal temblaría la alta suciedad de la capital. Por allí pasaron futbolistas, políticos, cantantes y algún torero. Todos podrían hacer vaho con cualquier guapita de La Posada, pero el morbo de lo prohibido les atraía hasta aquella calle de polvos rápidos y mal pagados.

Aquí trabajo en poco más de cuatro metros cuadrados que dan pena. Cuatro metros cuadrados plagados de espejos, luces rojas y condones de sabores. Huele a puta que apesta. Un hedor que mezcla colonia barata, güisqui del malo y sudor de algún cliente poco aseado. Sobre la cama una mantilla hortera regalada por un madurito que se encaprichó de mí y, sobre todo, de mis tetas sin silicona. Aquel gordo millonario creía que con propinas generosas y piropos cursis inclinaría mi vida hacia un matrimonio de apaño. Pero querido amigo soy puta, no una golfa.

Este negocio se ha plagado de gentuza. Ahora mandan las rumanas y sobre todo, sus rumanos. Cuatro gorilas violentos que te sacuden un bofetón por mirarles a los ojos. Estos proxenetas se quedan más de la mitad de nuestro sueldo y disfrutan de barra libre con nuestros cuerpos cuando lo pide la bragueta de sus pantalones.

Tengo una hija. Se llama Candela, en junio cumplirá 10 años y cree que su madre trabaja de modista en una sastrería de Las Rozas. Sinceramente, no sé ni enhebrar una aguja pero me siento incapaz de decirle que su madre suda en las sábanas de cualquier hombre por poco más de 80 euros. Porque me entrego como una profesional y si hay que sudar, pues se suda.

Oigo ruidos tras estos tabiques de papel. Mi compañera venezolana se ocupa de otro borracho insoportable. Débora cruzó el charco engañada por un proxeneta que le prometió empleo como camarera. La diferencia entre esos cubatas que pensaba servir y lo que hace ahora sólo es una “n”. Y una letra querido lector, a veces, supone mucho.

La ley de Newton comienza a hacer efecto en mi pecho. Cada vez tengo más claro que, en un par de mayos, entre las tetas sólo guardaré un puñado de centímetros para mi ombligo. Las chicas del este han hecho mucho daño en el mercado del sexo. Esas ubres tan perfectas venden más que cualquier virguería nacional.

Pero lo peor de todo es que a mis 35 años no me planteo otra vida en la que mi burdel no sea protagonista. Mi historia no oculta una sorpresa final. Ni soy transexual ni me muero ni nada similar. Mi sorpresa es que no hay sorpresa. Soy una triste puta de bar. Así de simple y, a la vez, así de complicado. Tocan mi puerta. El siguiente cliente me está esperando.