viernes, 14 de febrero de 2020

Las miserias ajenas


Un querubín fino como un hilo sujeta con las palmas de las manos el penúltimo Falcó de Reverte. Acaricia sus tapas duras, oscuras y brillantes. Suaves. Se siente estupendo y yo le entiendo. De vez en cuando es bueno desengrasar el cerebro con Reverte y con algún otro escritor de escaparate. Sus letras gruesas lucen ante quienes le miran y, después, cuando las cierra para ver la Isla o las entrevistas de Bertín, apenas le quedan restos. Leer novelas de héroes y malandrines y escuchar las memeces del cantor de rancheras ayuda a no pensar, y no pensar, a sobrevivir.
         Los culturetas se quejan de que el pueblo consume librillos sin historia y sandeces en Youtube y televisión. Historias de un espía en la Guerra Civil y bufidos de cuatro vicerversos en un Caribe maravilloso. Y más. No comprenden que las hamburguesas del Rápid son oxígeno y alimento. No entenderán jamás que a quien que le faltan plátanos en la nevera necesita chupar las pelarzas del vecino para olvidar un ratito su falta de vitaminas. Los gritos y las bravuconadas tapan todo lo malo, hasta el hambre. El miope se consuela con el tuerto y el tuerto con el ciego. Y el ciego, afortunado él, no ve nada.  
         Quizá eso sea lo mejor. Fijarse en las miserias del resto y pensar que nosotros estamos salvados del desmadre.  
         Los chinos tienen miedo del bicho y el resto pensamos que mientras sean chinos los que mueran, la cosa no va tan mal. Cuando el virus cruce los Urales nos empezaremos a preocupar y cuando atraviese el túnel de Canfranc, pondremos el grito en el cielo. Mientras, no.
Lo sé porque veo la tele y me inhibo, como todos. Que un Chang cualquiera berree cuando se lo llevan de casa entre cuatro forzudos y que su esperanza de vida se limite a un par de sopas de fideos en el nuevo hospital, nos la sopla; como el sufrimiento del novio de Estefanía. Incluso nos reímos de él.
       Y no es que seamos malvados, ni peores personas. Necesitamos sobrevivir de tanta raíz cuadrada viendo problemas ajenos más complejos que el que debemos resolver y no sabemos. Peor es el paro de fulanito. Y peor padecer un cáncer como menganito. Y peor morir. Y peor, el infierno.
         La solución no es dejar de sentir y aislarnos del mundo sino aprender a convivir con nuestros rompecabezas patrios. Se le ocurrió a un emprendedor encerrarse en una urna y no salir jamás. Murió de inanición. Triste, gris y tibio. Añoró un llanto, un beso o un roce. Incluso el picorcito de una lombriz anal que le hiciese compañía.