viernes, 28 de diciembre de 2012

El genocidio del kleenex



Kleenex es una palabra repudiada. Marginada. Discriminada. Vilipendiada. Condenada. Censurada. Reprobada. Renegada. Abominada.

Los kleenex los inventó algún malnacido a vil traición. Nacer para empapar mocos con toda tu alma, con amor diría yo, e inmediatamente morir tras cobarde asesinato merece canonización. Y quien le asesina muerte en la hoguera.

Admito que a nadie le gusta rever y rever elementos desagradables (mocos, derivados y más). Cosas de cultura. Ni siquiera el idioma español quiere añadir un término propio para enunciarlo. A kleenex la llamaría palabra huérfana. Un hijo adoptivo del inglés que no se ha integrado entre los españolitos. Desde aquí pretendo rendirles un pequeño homenaje a estos mártires sociales.

Románticos del pañuelo de tela quedan pocos. El pañuelo de tela es vintage, de coleccionista; un olvidado. Yo me revelo. Que no me hablen de higiene ni de estupideces porque el buen pañuelo de tela queda impoluto con un buen chupito de Ariel. Me revelo ante quienes califican al pañuelo como antihigiénico y se han vendido al kleenex a sabiendas de que los van a utilizar para después abandonarles. Malnacidos y malnacidas. Esos modernos rápidamente se insinúan al pobre papel fino y débil, de textura suave y, algunos, con excelente olor. Les prometen amor eterno si empapan su nariz; y ellos, ilusos, pelean hasta el agotamiento. Entonces, húmedos y viscosos, cuando merecen un homenaje y una buena lavadita, le arrebatan su visado al fondo del bolsillo y lo deportan al cubo de basura más oscuro. Allí desechos, comistrajos, cigarrillos y cenizas acaban el genocidio. Sí, genocidio.

Mucho listo y mucha lista hay por ahí. Mucho desagradecido que vende a los mártires del resfriado. Sociedad de usar y tirar. Kleenex da todo por ellos y ellas, y ellos y ellas le olvidan después de haber empapado miles de miserias.

martes, 4 de diciembre de 2012

Economía de la penuria



Sexto día. Aburrimiento, me tienes contra las cuerdas.
Llorar vende, con lágrimas y sin lágrimas. En tiempos de garbanzos contados llorar vale más que cualquier eurito (rubia, cuánto te echo de menos). Hemos vuelto al trueque pero no al de conejos por judías sino al de miseria por guita.
Diferenciemos y dividamos, con decimales. Todos atravesamos temporadas en las que los sudokus son muy complicados, quizá demasiado. Amontonamos problemas, los míos, seguro que más importantes que los del tendedero de enfrente y viceversa (bonita palabra manchada por la caja tonta). Podemos llorar, por supuesto; de hecho debemos llorar antes de reflotar nuestra patera o transatlántico. Paso de los duritos de espíritu con corazón trilero. Lloramos porque nos da la gana y porque es necesario para resolver ecuaciones de grado infinito. Fin.
Lo que no soporto es el dolor público. Una lágrima no debe estar adjetivada; la real cae al suelo por pura Ley de Newton, la falsa necesita plomos de calificativos pedantes para recorrer el mismo camino. Llorar no es un torrente de tristeza que desemboca en el baúl de nuestra alma; llorar es llorar y punto. Escucho por ahí a personas que presumen de estar dolidas porque la vida les debe una cara (“que malamente lo estoy pasando”). Yo les respondo: llora pero pelea y si no cállate. Esa gente de lágrima extrovetida, la que guiña un ojo a su ego cuando escucha “es que estás fatal”  me da náuseas. Vivo día a día lo del "pobrecito y pobrecita, ya sabes como es. Diez minutos y todavía no le han traído la botella de oxígeno". Lo que se calla esa gentuza es que, cuando nadie mira, respiran hondo por lo bajini, de tapadillo. No me refiero sólo a la falsa tuberculosis física sino principalmente a la no física. Orgasmo literal al escuchar plañideras mientras predican “Soy un o una desgraciada o desgraciado”.
Minutos no sobran pero a mí hoy sí me han sobrado y se los he regalado a la caja tonta. Soy un tío generoso. He visto como un fulano ha llorado y se quería marchar del plató, y un señor de nombre compuesto le ha replicado que sea valiente y muestre ese dolor al mundo “No te hagas el duro muchacho, estoy harto de que te hagas el duro, comparte estas lágrimas con nosotros”. Aplausos y ha llorado tapándose los ojos pero con los dedos abiertos. Sólo tiene una palabra: estafador. Cárcel para esta gente por intentar reblandecer corazones con el objetivo de que la hucha del cerdito suene. No hay seres más miserables que los que timadores de la lágrima. Hoy por hoy, con el frío que hace, hasta con eso se compran mantas.
Aburrimiento te he ganado otra batalla gracias a mí, a mis cosas perdidas y al Cartero de Neruda. De repente, 136 páginas en 48 horas me han servido para ver que no sé adjetivar, pero no miserias sino relatos.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Papeles y ordenadores



Aburrimiento es sustantivo de mediocres. Sin duda.
Con los cuatro duros de la baja (y menos que serán) y después de empeñar mis muletas unos momentos he comprado billete de ida para viajar sin destino sentado en una silla tremendamente dura y un PC (aunque las siglas empobrecen el lenguaje, a veces y sólo a veces, atajan caminos con demasiadas curvas). Palabras Low Cost.
 Recuerdo el día en el que decidí escribir Cosas perdidas. El mar se tragaba mis minutos en una tremenda marejada. La necesidad  me llevó a un supermercado en busca de un cayuco con el que sobrevivir. Compré un cuaderno de espiral de cuadritos y en pleno oleaje vomité. Mucho. Taché palabras y arranque hojas; tantas que en sólo unos días aquella tormenta me dejó con un puñado de gotas de tinta y ni una sola página en blanco. Se habían gastado demasiado pronto. Descubrí que papel y bolígrafo eran demasiado simples para aquel 2009 y busqué soluciones. Miré al frente. Parpadeé. Respiré hondo. Mordí mis labios. Y me vendí. Me vendí igual que una puta sube a un buen Mercedes tras haber prometido amor eterno a un mileurista; y mordí la manzana. Appel o parecido. Me di cuenta, como ya dije en la Semana Rigalt, que un ordenador perdona y olvida; jamás se queda con rastros ni rencores. Y nunca se cansa. Secreto entre un cura y su confesor sin la penitencia de releer los restos amontonados en el cuaderno.
Me he divorciado del papel y no le he guardado luto. Word me pone. Con ella escribo todo y, después, sólo muestro lo que quiero; el resto lo escondo en carpetas con clave. Unos rincones cuyas llaves en forma de letras las arrojé a una ola en aquella alborada del pasado. No busco que el papel me perdone ni que me odie. Simplemente le ignoro. Quizá la indiferencia es el peor de los desprecios.
            Perdono pero no olvido, dicen algunos. Mienten porque quien de verdad perdona olvida; y quien no perdona no olvida. Esos algunos son cobardes y los otros gente sincera. El cuadernillo no tan adolescente ni me ha perdonado ni me ha olvidado.
Yo a mi cadera ni la perdono ni la olvido por hija de puta. Por retenerme un fin de semana que debería haber arreglado el mundo en La Placita, en el Europeo o en el Kapplan. Caña pequeña, Ramón Bilbao, carajillo de Bayleys, orujito, gin-tonic, gin-tonics.
Me estoy quedando sin batería quizá PC se haya subido al Mercedes de otro. Tengo miedo.
Aburrimiento sé que mañana me volverás a retar con los mismos cuentos de hoy. Aquí te espero. He ahorrado para comprar otro billete. Soy un tipo con recursos.