domingo, 30 de diciembre de 2018

Poesía


         Hace un par de martes un pollito leyó un poema en la radio amiga. Era la hora de la merienda o parecido y quien cuenta esta milonga, le escuchaba apretado en el tranvía, a escasos centímetros de un bolso de piel de cocodrilo y su conversación banal con un bastón fino. Subí el volumen. El pollito se llamaba Adrián. Por su tono de macho recién salido del corral, pensé que apenas le salían ocho pelos en el mostacho, cuatro en la perilla y dos en la bragueta. Eso sí, no tenía ínfulas culturetas ni aire pedante. Leía bien. Simplemente era un adolescente sensible, capaz y valiente.
Entre adulaciones y zarandajas de la bella voz del locutor y presentador, el muchacho recitó un puñado de versos urbanos más, en los que contaba cómo había vivido y sufrido un desengaño entre vidrios, plásticos y asfalto. Una mujercita. Sus rizos. Unos cubatas de garrafón. El desamor. Y una canción indie. Fue esperanzador. Y no por el tono ni el olor a pavo requemado que desprendía el poemario de Adrián sino porque simplemente, el muchacho había tenido la valentía de plasmar aquel episodio inocente en papel para, después, iluminarlo a través de un micrófono.
         Los gallos de mi generación, necios e imbéciles hasta decir basta, huíamos de todo lo que oliese a rima. Es de maricones, decía algún bocazas. El profesor desesperado por los prejuicios más ridículos, abordaba las más dulces historias de Juan Ramón Jiménez, Aleixandre, Pedro Salinas o Lorca con la única esperanza de que algún verbo suelto y libre picase. Pero nadie le hizo ni puto caso.  
El fallo estaba en nuestras narices. Quisimos aprender poesía a través de la memoria sin saber que el cerebro de un machote adolescente es tremendamente impermeable a cualquier arte. Ni un solo sentimiento que merezca la pena entra por lo racional. Por la cabeza. Los poros están en las venas, en el corazón y en las entrañas mismas. Pero eso sólo lo supimos después. Y ya era tarde.
 La EGB fracasó estrepitosamente en su rama de letras. Multitud de niñitos bien, acomplejados por un padre de voz potente, sus miedos y prejuicios, y un presumible futuro millonario, se lanzaron a los pechos de la economía y las finanzas (que tiene muchas salidas, ¡co!). Estudiaron números y se aburrieron como monos con la única esperanza de un futuro desahogado. Se equivocaron. Hoy casi todos ellos son infelices y cada mañana, cuando suena el despertador, maldicen lo que les queda de día; una vida planeada para sumar y multiplicar simplemente les resta y divide. Os jodéis, por cobardes.
  Admiro al tal Adrián. Sin tapujos. Él se sintió como una mierda durante un tiempo y no se calló como hicimos los gallos de la EGB. Se reveló a su manera y lo plasmó negro sobre blanco. A su forma. A su estilo. Con errores y aciertos. Y lo contó.
No tengan miedo. Lean. Escriban. Y muestren. 
La poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel, en los escombros, incluso en la basura. Donde no suele cobijarse nunca es en el verbo de los subsecretarios, de los comerciantes o de los lechuginos de televisión. (Sabina dixit)    

domingo, 21 de octubre de 2018

Los sábados por la mañana



Los sábados por la mañana son algo muy serio. Los niños y las niñas acuden al patio a corretear detrás de una pelota, los jovenzuelos se toquetean mientras duermen la mona bajo el edredón y los padres colorean la nevera ayudados por los cobres de los abuelos. Hacia las dos y media de la tarde, todos juntos comparten mesa, mantel y servilleta de tela. Delante de la ensaladilla unos, otros, los otros y los demás se cuentan lo ocurrido el sábado por la mañana. Sin tibiezas. Los silencios los rellenan con un golazo inolvidable o un beso apasionado. La mesa del salón supone su lugar donde regresar. Los sábados por la mañana son algo tan serio que quienes atravesamos un periodo de entreguerras sufrimos pánico por entrar en esa espiral tan esclavista como apasionante.
He acudido al Mercadona y he visto como una par de pajarillos de corral (gallina y gallo) llenaban su carro con leche, galletitas, una redecilla de cebollas, pañales, además de un puñado de kilos de verdura verde y carne roja. El color naranja lo ponían las zanahorias. El papá y la mamá han aprovechado una oferta de tres por latas de atún en aceite de girasol, además de una cantidad ingente de papel higiénico. En su casa una legión de culitos finos pretende alcanzar la brillantez más absoluta.    
Soltero circunstancial y temporal, en mi cesta apenas había un paquete de gulas, pasta, cerveza de marca, un chuletón, salsa de setas, setas trompetilla naturales y jamoncito bueno; todo muy gourmet, muy chic, muy molón y, sobre todo, single. He cocinado con mimo y cariño, con cuidado y tiempo. Hacia las tres y media de la tarde me lo he comido todo, sin más ruidos ni interferencias que el sonido casi caníbal del tenedor y el cuchillo raspando la vajilla de IKEA.
La soledad voluntaria está minusvalorada. Hay demasiado ruido innecesario en nuestro alrededor y, de vez en cuando, es obligatorio un ratito de silencio. La mierda acumulada en nuestras rutinas apesta y nos impide distinguir el verbo útil de la mediocridad. Los perros ladran de lunes a viernes y los dueños cobardes sólo miran al cielo para resguardarse de la lluvia. Los soldaditos rasos lo único que pueden hacer es saltar entre baldosas para no pisar los cepos de los malos ni las cagadas ajenas.
Después de una buena comida, la siesta resulta necesaria con una película de serie B como fondo. Y luego sí, el cuerpo pide de nuevo ruido, que el cielo vuelva a tronar. De momento suena Carolina Durante, un grupito que huele fuerte y limpio. Los tibios se conforman con lo de siempre. Viven en la mediocridad hasta que su copla caduque. Radio Olé suena bien en las fiestas de agosto y poco, pero no un sábado por la tarde y menos de madrugada. Ellos, los españolitos de pro, no salen de la 94.0 y la sintonizan a todas horas acomodados en ese círculo de confort.  
 El café, la música y la vida deben consumirse calientes o frías, jamás templada porque cuando los tibios las meen, en los rincones nadie lo notará.          
         

lunes, 29 de enero de 2018

Lo bueno



Fui precoz para casi nada. Aprendí a nadar tarde, a ir en bicicleta tarde, a besar tarde y, también, a apreciar las letras tarde. De jovenzuelo leí muy poco y escribí menos. Unas cartitas a unas bellas amadas (A., S., B.) y las cartas a los Reyes Magos fue el nulo bagaje de un pavito granudo, con más ganas de escuchar a Manolo García, hablar de fútbol, robar piquitos y jugar a la Nintendo que de abrir libros gordos y finos.  
Demasiado tiempo después, cuando le cogí gustillo a la tecla y el lomo, pretendí escribir Quijotes antes de, ni siquiera, terminar de leer la saga de Fray Perico y su borrico. Escogía caminos complicadísimos con giros kafkianos y odiosos gerundios cuando apenas era (y soy) capaz de rellenar un par de carillas en blanco. Correr maratones antes de caminar, vaya. Me examinaba en cada doc., sudaba un par de sentencias que no entendía ni yo y, mareado de tanta vuelta y revuelta, mandaba al infierno el feto creativo para volver a jugar al Candy Crush de turno. 
Una noche oscura, el maestro Mario Ornat, el tipo que mejor escribe en esta comunidad con mucha diferencia, criticó a algunos indies acusándoles de querer hacer de cada canción un himno. Ornat puso como ejemplo a mis adorados LOL y lo argumentó con un puñado de canciones. Le rebatí, aunque en el fondo y por lo bajini, me vi reflejado en esa sentencia loca. Había intentado lo mismo que esas bandas pero en mis entradas bloggeras: fabricar lemas y no historias para que los nietos de los nietos me recordaran como un antepasado avezado y no un muchacho al que le gustaba la literatura. Me di cuenta que las recomendaciones de la UNAV eran verdad: lo bueno es sencillo.
Y no confundamos, lo sencillo no es ni mucho menos simple. Con el verbo ser, el verbo haber y oraciones coordinadas cortitas y al pie se pueden contar historias fabulosas, sentimientos tremendos, finales felices y, por supuesto, mierda a paladas. A la mierda lo subordinado. En su último libro David Trueba nos cuenta la vida de un músico ochentero, con un pasado repleto de curvas que lleva las cenizas de su padre desde la gran ciudad a la tierra de campos. Trueba lo hace con una facilidad admirable. Arriesga desde la seguridad, desde la palabra conocida, la comida de menú, las maripis blancas y la camiseta abanderado. Eso, unido a su talento genético, cocinan una novela buena.
Luis Aragonés le preguntó a Xavi Hernández si quería jugar bonito o bueno. El demócrata de Qatar eligió lo bueno y acertó. Fue el mejor. Hay mucha gente bonita por ahí, gente guapa con chasis reluciente y lengua rápida. Buenos hay menos. El envoltorio es capaz de provocar un éxito sonoro en los estrenos, el aplauso triunfador frente al pollo prudente. El verbo ágil y la rapidez mental capacita para dar los primeros pasos e incluso provocar admiración del ignorante, pero luego no. Cuando el camino exige solomillo, lo mollar que dicen ahora, al bonito se le ven las costuras. Lo bueno, además de ese continente tiene lo más importante, contenido. El señorito bonito se despeña por el barranco sin más arnés que el de su glosa. El bueno como Trueba, a veces, triunfa.   

En esa noche oscura con Ornat y el bueno de Andrés sonó el Getting Away With it de James, un grupo británico noventero de rock alternativo que, como casi siempre, no conocía y ellos sí. Lo localicé gracias al maravilloso Shazam y desde entonces he recorrido su discografía guiado por el mago youtube. Ellos también son buenos.