martes, 12 de enero de 2016

El entierro del salmón

            Las peras me encantaban. Suaves y jugosas; algunas carnosas, otras dulces o secas pero todas nutritivas y sabrosas. Compré kilos y kilos de peras, también de las pequeñas y riquísimas sanjuaneras que, tímidas ellas, sólo se asoman al calorcito de junio y julio. Una pera, dos y tres. Y hasta mil. Las engullí con la voracidad de un ogro glotón. Después aflojé mi cinturón para que todas disfrutasen de su parcelita cómoda en la amplitud del estómago. Un día, creo que de abril, me harté. Nunca más comí peras. Ahora, a parte, de Apple (¡jaja!) no tengo más relación con la fruta que una testimonial conversación de ascensor en la macedonia del día de Navidad.
         Luego devoré gulas. Angulas de trilero que cualquier jovenzuelo recién emancipado utiliza para anestesiar su conciencia cuando redescubre entre la basura las cajas de cartón grasientas y translúcidas de una cena previa a un botellón verbenero. Las gulas las mezclé con huevo, en ensalada y con jamón; con beicon, olivas, gambas y una picadita de ajo frito. Incluso crudas. Su polivalencia me entusiasmaba. Me volví loco; loco de atar por esta pasta con cresta teñida. Las mastiqué y paladeé a diario; mañana, tarde y noche. Incluso alguna madrugada de invierno sirvió de esponja sobre el penúltimo brebaje que había ensuciado mi lengua. Una o un millón, la gula es uno de esos bocados por los que hubiera hincado rodilla, mentón arriba, pecho inspirado y alianza en la mano. Pero también me hastiaron.
         Y luego llegó el salmón. Mi querido salmón al que tanto he citado en este blog. Rosáceo y nutritivo, algo grasiento pero muy energético me conquistó por su sinceridad. Nunca engañó con sus espinas. Eran grandes y visibles ante cualquier miope sin vidrios. El salmón era un pez sincero, de los que va de cara. Lo suficientemente sabroso para no necesitar cuatro cucharadas de salsa tramposa y lo suficientemente dócil para admitir, a su lado, una rica tártara sin malas caras ni enfados. A juicio del comensal. Pero querido salmón, ha llegado la hora de tu entierro.
Te amortajo con unas gotas de limón exprimido y una cebollita pochada a modo de plañidera. Eres un sucio cobarde que ha vuelto el pescuezo cuando el agua ha empezado a enfriarse. Después te has dado la vuelta, hacia atrás, río arriba, a revivir lo bueno y lo malo en lugar de discurrir en meandros repletas de anzuelos con gancho picudo y ricas gambitas sin gabardina.  
Acepto e incluso aconsejo mirar atrás, cuantas veces sea necesario, pero con los pies quietos. Las huellas ya marcadas en el parqué de algún apartamento que ofreció ricos desayunos deben quedarse ahí, como las de Armstrong y Aldrin en la luna, por los siglos de los siglos y amén.
Eso sí, aconsejo llevar en el bolsillo una libreta y un bolígrafo hasta las trancas de tinta china con el que anotar lo importante. Cualquier consulta o duda que surja unos kilómetros más adelante la resolveré con mis ojos y mi memoria, sin girar los pies. Lo apunto y no olvido. Todo. Todo.

Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. No lo digo yo, lo dice un poeta: Joaquín Sabina. 

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