lunes, 19 de septiembre de 2022

Salud

 

El mesón amaneció con palomas decapitadas. Las plumas, todavía húmedas, servían de felpudo en el comedor de la vieja. Sus manos despreocupadas preparaban con mimo el almuerzo. Plato único, además de pan y agua sobre mantel de hilo.

Las pisó un solterón. Con cincuenta y cuatro junios y sin labor, raciona los cobres como si fueran oros. En su caldo ya no quedan tropezones y sí un futuro gris oscuro, casi negro.

También las pisoteó una gallinita adolescente, imbuida en su pantalla. El amor de su vida le había escrito un guasap; lo de conversar lo dejan para más adelante.

La mamá, el papá y los niños tampoco las vieron, quizá porque sufren de ceguera selectiva. El señorón, con buen salario y mejor verbo, acude los primeros jueves de mes a lo más blando de una pensión. Allí un jovencito musculoso le abre los ojos cuando la familia feliz no mira.

El último comensal chafó las plumas con las suelas pero de sus pies descalzos. Las olas le arrastraron casi desnudo desde muy al sur. Aquí solo ha encontrado una manta con la que malcomer y, después, abrigar las entrañas.

La vieja colocó la olla sobre la mesa y, sin distinción ninguna, todos la devoraron con ansia. Cucharadas y bocados. Masticar, digerir y deglutir. Hasta los sesos. Cuando marcharon saciados, la vieja recogió los platos y, después, rescató las plumas. Bien condimentadas, no tendrían peor gusto que las cabezas. Las tripas tragan con todo.

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